En el reciente acto de presentación de los recuperados yelmos celtibéricos, el presidente aragonés, Javier Lambán, aprovechó para anunciar una exposición sobre nuestro pasado íbero y para lanzar un reto a historiadores e investigadores, a fin de que redoblen esfuerzos para documentar un pasado prerromano que el propio Lambán se niega a considerar, como historiador él mismo que es, un capítulo menor, la mera y pasiva existencia de unas cuantas tribus salvajes acampando a orillas del Ebro. Ciertamente esa visión simplista va quedando superada por el constante goteo de descubrimientos en poblados, ciudades y yacimientos íberos. Su escultura, sus enterramientos, murallas, monedas, su lengua escrita dan fe de una civilización que sería absorbida por Roma, sí, pero que alcanzó cumbres de desarrollo apenas entrevistas entre la niebla de la historia.

No debían ser tan salvajes aquellos primeros hijos de Salduie o Salluie (nombre íbero de Cesaraugusta), partiendo de la base de que se identificaban con nombres propios, así como a sus clanes. No de otro modo lo evidencia la tabula de Ascoli, en la que se grabaron los nombres de algunos guerreros íberos asentados en Salduie: Sanibelser, hijo de Adingibas; Ilurtibas, hijo de Bilustibas; Estopeles, hijo de Ordennas; o Torsino, hijo de Astinco. Además, la tabula contrebiensis (Botorrita), estudiada por Antonio Beltrán, conserva en su bronce el nombre del abogado que defendió una causa de los salluienses: Assius, hijo de Einhar.

Si es cierto, como defiende Miguel Beltrán, que Augusto fundó su oppidum cesaraugustano en el 14 antes de Cristo, queda por atrás todo un siglo de asentamientos y relaciones o guerras con celtas o vacceos, entre los numerosos pueblos que ocuparon una península que se acabaría llamando ibérica a medida que tartesos, fenicios y cartagineses exploraban sus costas.

Un pueblo, el íbero, que daría nombre a un río, a un territorio, a una civilización, pero del que apenas sabemos nada, y cuyos restos, como esos bellísimos yelmos que podrán admirarse en el Museo de Zaragoza, andan desperdigados por colecciones de medio mundo. Es nuestro pasado. Nuesta incógnita.