Lo veo cada día cuando regreso a la emisora, cerca de las cinco de la tarde. Siempre está en el mismo sitio y con el mismo gesto; sentado en una jardinera del paseo. Va bien vestido y no pasa de los cuarenta años. Nadie repararía en él si no fuera porque tiene la mirada prendida en el infinito y porque le acompaña una botella de cerveza que --será casualidad-- siempre está medio vacía. De vez en cuando musita unas palabras ininteligibles y sonríe, sonríe mucho. La semana pasada sólo faltó dos días, uno en el que llovía a cántaros, y el segundo, cuando el termómetro marcaba bajo cero. La primera vez que lo vi pensé: "¡Vaya, un borracho a estas horas de la tarde!". Me equivoqué. No es un borracho, aunque la presencia de la botella de cerveza hiciera que, al principio, me separase de su lado en un gesto de estúpida autodefensa. El hombre de la botella no se altera por nada, pensaba yo. Ve pasar las caravanas electorales, las nubes y el cierzo, los vendedores de ilusiones y la prisa, sin perder su aspecto de ingenuo niño grande. Hasta que un día en que, atolondrada, iba a cruzar el paseo, se levantó de pronto y me advirtió, sólo con un gesto, de que el semáforo estaba en rojo. Sobresaltada, le di las gracias; él sonrió, inclinó la cabeza y volvió a sentarse donde siempre. Pasaron más caravanas electorales, se oyó el frenazo estridente de un autobús y un grupo de adolescentes cruzó la calle alborotando, pero el hombre de la botella siguió perdido. Sólo se levantó para ayudarme. Desde entonces, cada vez que paso, una sonrisa cómplice nos une.

*Periodista