El primer contagio de ébola fuera de África ha puesto de relieve una vez más, entre otras cosas, la mezcla que algunos dirigentes hacen de la libertad de expresión y la autoridad que les confiere su cargo. Más allá de su legalidad, resulta perverso que un responsable de gobierno, como es el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Rodríguez, acuse a una sanitaria contagiada por ébola mientras trataba al misionero Manuel García Viejo de haber mentido sobre las posibles causas del contagio y la evolución de la enfermedad, con el propósito de ocultar la falta de medios y una cadena de fallos en el protocolo (como ha quedado en evidencia), que en cualquier otro país desarrollado habría provocado una reacción en cadena, pero de dimisiones. La única razón por la que a estas alturas aún no se ha producido en España es porque estamos ya inmunizados, no frente al ébola, sino ante la irresponsabilidad política. Casos como el Prestige, el Yak-42 o el 11-M, siguen sirviéndonos de vacuna. Hace solo unos días, la delegada del Gobierno en Madrid, Cristina Cifuentes, tuvo que responder ante el juez tras acusar a una activista social y a la asociación que representaba de apoyo "a grupos filoetarras o proetarras". Y no es menos llamativo que la Fiscalía, dependiente también del Gobierno, invocara a la libertad de expresión en su defensa. Y aún no han pasado dos semanas desde que el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plà, comparara el Tren de la Libertad, la manifestación contra la reforma de la ley del aborto (que se llevó por delante al ministro Gallardón), con los trenes que llenaron los nazis rumbo al campo de exterminio de Auschwitz. Todo sin consecuencias.

Periodista y profesor