La integración de niños con diversidad funcional era hasta hace poco una labor que se desarrollaba casi íntegramente en el seno familiar; por fortuna, todo ha cambiado y se hace notar un creciente protagonismo de la escuela. Así, en la mayoría de los centros se dispone de un apoyo especializado, que facilita la encomiable tarea de normalizar el aprendizaje de niños con cierta limitación en herramientas tan importantes como la capacidad visual o auditiva e, incluso, intelectual.

En un colegio de Ripoll se ha dado un buen ejemplo de implicación colectiva en la formación de un niño que nació ciego y, sin embargo, ha alcanzado un extraordinario grado de desarrollo en su formación personal y académica. Una de las medidas adoptadas inicialmente en clase consistió en vendar los ojos de sus compañeros para fomentar la empatía generalizada. Calzar los zapatos ajenos es un buen camino para comprender los sentimientos y necesidades de quienes nos rodean; en este caso, se consiguió una inmediata reducción de barreras en el aula, como mochilas en el suelo o sillas desplazadas, que obstaculizaban el libre deambular de nuestro protagonista. Muchos de sus compañeros confesaron haber pasado miedo durante la experiencia. Por su parte, el niño ha aprendido el lenguaje Braille, a pesar de su dificultad para discriminar algunos signos específicos, también ha expuesto su recelo hacia las nuevas tecnologías, cuya utilización depende en grado sumo de esa capacidad visual que nunca ha poseído, o hacia nuevos ingenios de movilidad urbana muy silenciosos que no le advierten de su presencia.

Es necesario que toda la sociedad sea muy consciente de los interrogantes que plantea la integración para poder proporcionar una respuesta adecuada a los mismos.

*Escritora