Si la universidad es un templo de la ciencia, la máxima expresión del afán por saber más, también ha de ser un reflejo de la sociedad a la que sirve.

Por desgracia, en ese espejo sólo se miran aspiraciones con intereses inmediatos y tangibles: las humanidades no atraen a casi nadie, no seducen a nuevos alumnos ni captan matrículas. La pobreza de espíritu señorea nuestra sociedad, incapaz de dirigir su atención a empeños tan escasamente rentables. Leer, deleitarse con una sinfonía, admirar una obra de arte o plantearse las eternas cuestiones que debate la filosofía, son, en el mejor de los casos una pérdida de tiempo: objetivos que no producen, sino que cuestan, y a los que apenas merece la pena dedicar unos minutos de nuestro ocio.

Nadie ama lo que desconoce y nadie podrá enseñárnoslo sino lo aprende antes. El desprestigio de las humanidades en la universidad es un mal augurio, una profecía malsana del final que espera a nuestra comunidad ultratecnificada, cuya única preocupación parece consistir en sobrevivir cómodamente al próximo minuto. ¿De verdad son tan inútiles las humanidades?

*Escritora