La segunda sesión del debate de investidura terminó como la primera: con Pere Aragonès incapaz de lograr los votos que le permitan acceder a la presidencia de la Generalitat. Junts per Catalunya (JxCat) se abstuvo en la votación e impidió de esta forma que su gran rival en la hegemonía del independentismo en la última década alcance la presidencia. Que estos dos partidos que se soportan menos que nunca sean al mismo tiempo las dos formaciones sobre las que gira la gobernabilidad de Cataluña a causa de la inamovible política de bloques dice mucho (y mal) de la situación en que se encuentra la política catalana. Las alternativas que las dos formaciones tienen encima de la mesa son desalentadoras: o ERC y JxCat alcanzan un acuerdo y repiten un Govern de coalición marcado por la desconfianza, los recelos y la lucha de poder o bien no hay pacto y Cataluña se ve abocada a otras elecciones. Es evidente la esterilidad de la política de bloques y la necesidad de coraje político.

A nadie debería extrañar que dos partidos a los que el resultado electoral permite formar un Gobierno de coalición tengan discrepancias. Es lógico y comprensible que sea de esta forma, y así sucede en todas las democracias. Cuando ningún partido logra una mayoría suficiente, urge la negociación y, por tanto, la cesión.

Ahora bien, la pugna entre ERC y JxCat va más allá del comprensible tira y afloja por parcelas del poder. Ambas formaciones atesoran una larguísima lista de agravios, de cicatrices dolorosas y heridas aún abiertas. Y_la insistencia de Puigdemont es situarse en una posición de preeminencia que las urnas no han refrendado no hace más que enconarlas. Algunas decisiones trascendentales para todos los catalanes se han tomado la última década por criterios puramente tacticistas en términos de la lucha por la hegemonia en el campo independentista. Es esta la situación en la que se encuentra atascada la investidura de Aragonès: un acuerdo que muchos dan por inevitable (porque es el único que garantiza la gobernabilidad mientras siga la lógica de bloques imperante) pero que se dilata en el tiempo, dejando a Cataluña sin gobierno por consideraciones puramente partidistas.

Un ejemplo más de la esterilidad y la ineficacia a la que la política de bloques condena a la sociedad catalana. Ha llegado el momento de que los partidos tengan el coraje de inspeccionar nuevas fórmulas que acaben con el bloqueo. La gestión de la pandemia, la crisis económica y la gestión de los fondos europeos obligan a una responsabilidad que por ahora brilla por su ausencia.