España mantuvo presencia en el archipiélago de las Filipinas (integrado por más de 7.000 islas) desde 1565 hasta 1898. Una huella aún visible en la lengua tagala -mayoritariamente hablada en la nación- que incorpora cientos de palabras españolas y que contiene otras muchas de origen hispano. Y lo mismo ocurre con la mayoritaria religión católica del país, llevada a aquel puzle de islas esparcidas sobre el Pacífico, en el sudeste asiático, por misioneros españoles. De entre ellos destacó un aragonés: el sacerdote escolapio Basilio Sancho Hernando (1728-1787), natural de la localidad turolense de Villanueva del Rebollar, y que en 1766 -durante el reinado de Carlos III- fue nombrado arzobispo de Manila, en donde falleció en el ejercicio de su apostolado.

Pero como ocurriera en Cuba y Puerto Rico, durante el último decenio del siglo XIX, también al archipiélago de las Filipinas llegaron los vientos de la independencia. Estados Unidos, entonces bajo la presidencia de William McKinley, al igual que había hecho en Cuba, apoyó la insurrección filipina pensando en la expansión de su mercado y en la ruptura de aranceles que, para su comercio exterior, supondría la independencia de las posesiones españolas de ultramar. De este modo, España hubo de combatir a miles de kilómetros de la metrópoli y en dos frentes distintos e igualmente alejados uno del otro, ante una potencia muy superior en cuanto a medios, fuerzas y armamento. Llegó así el 10 de diciembre de 1898 en que se firmó el Tratado de París, por el que España perdía Cuba y Puerto Rico y cedía a los Estados Unidos el archipiélago filipino mediante el pago de la suma de 20 millones de dólares. Comenzaba el período histórico de La España del Desastre, que a su vez alumbró a una brillante generación de escritores conocida como La generación del 98.

De manera que, firmada la paz, España había rendido todas sus plazas en Filipinas ¿Todas? No. En la iglesia de San Luis de Tolosa, en el poblado de Baler (situado en la isla de Luzón), un grupo de 50 irreductibles soldados españoles (entre ellos, los aragoneses Santos González Roncal, de Mallén -Zaragoza- y Marcos Mateo Conesa, de Tronchón -Teruel-) pertenecientes al batallón de cazadores expedicionario nº2, resisten desde el 1 de julio de 1898 los ataques de las tropas filipinas del general Aguinaldo. Ignoran que este jefe había proclamado la independencia de Filipinas el 12 de junio anterior, y aún habrían de resistir el asedio durante 337 días, hasta el 2 de junio de 1899. Y si finalmente depusieron la defensa fue tan solo después de que el jefe de los soldados españoles, el teniente Martín Cerezo, comprobara fehacientemente que hacía ya más de cinco meses que España había aceptado la independencia de la colonia.

No fueron sin embargo los de Baler Los últimos de Filipinas (título homónimo de la película dirigida en 1945 por Antonio Fernández-Román, con un notable remake de Salvador Calvo en 2016), porque tras su capitulación y repatriación a España, el 1 de septiembre de 1899, aún quedaron cientos de prisioneros españoles en manos de las tropas tagalas. Fue este el caso de Mariano Mediano, natural de la localidad oscense de Peralta de la Sal, que no regresaría a España hasta el 22 de febrero de 1900. En su memoria y la de sus compañeros de cautiverio, su bisnieto, el escritor Lorenzo Mediano escribió en 2001 un magnífico libro con el sugerente título de Los olvidados de Filipinas. Porque, como sucedió en 1975 con los derrotados veteranos de Vietnam que se granjearon el rechazo de buena parte de la población estadounidense, del mismo modo, ni el Gobierno ni la sociedad española de comienzos del siglo XX supieron reconocer que los soldados españoles (la mayoría de ellos jóvenes de leva) habían dado su vida por el bien de toda la nación, por lo que no recibieron ni los honores ni las recompensas de las que fueron merecedores. Peor aún, se ganaron el desprecio de buena parte de la opinión pública que los responsabilizó de la derrota.

Afortunadamente, el tiempo y la historia han restañado aquel olvido y honrado la memoria de aquellos soldados españoles a quienes la propia nación de Filipinas ha reconocido su valor y abnegación, declarando el 30 de junio como el Día de la Amistad Hispano-Filipina. La fecha no es casual, pues fue el día en que el presidente Aguinaldo emitió el decreto de Tarlac —en 1899—, en el que se ordenaba que los miembros del destacamento de Baler fueran considerados y tratados como amigos y no como prisioneros. Una lección de perdón y de reconciliación que es bueno recordar y tener presente de cara al futuro.

*Historiador y periodista