Uno de los argumentos más repetidos por una presunta progresía de nuestro país para explicar su apoyo a la monarquía subrayaba que, a pesar de su condición de republicanos, se sentían juancarlistas. A partir de ahí, desgranaban toda una serie de virtudes del monarca: héroe de la sacrosanta Transición, sintonía con el pueblo, papel en el golpe de Estado del 23-F. Añadían, además, el papel de la Corona como punto de equilibrio entre las fuerzas antagonistas que habían protagonizado los inicios de la democracia. En un momento de excepcionalidad histórica, la monarquía había sido útil para consolidar el proyecto democrático. Es decir, su apuesta monárquica se debía a cuestiones de coyuntura histórica y de características de la persona del rey. Por ello, resulta harto sorprendente la velocidad con que estos juancarlistas se han convertido, de la noche a la mañana, en felipistas.

A estas alturas de la historia, buena parte de los argumentos juancarlistas en defensa de la monarquía son, cuando menos, cuestionables. El Rey aparece, cada vez con más fuerza, como el garante hilo de continuidad de las estructuras de poder de la dictadura que, acomodándose a las formas --solo formas-- democráticas, continuaron con su protagonismo político y su dominio económico. Su participación en el golpe de Estado está envuelta en dudas, al punto de que son numerosos los historiadores que no solo no le conceden el papel de salvador de la democracia, sino que subrayan sus nexos con los golpistas y su inicial ambigüedad. Por otro lado, su imagen personal se ha ido deteriorando, como consecuencia de los múltiples escándalos de los que su casa ha sido protagonista. Un dato es relevante en este sentido: si nuestro rey es --era-- tan ejemplar, ¿a qué viene ese empeño de aforarle para que siga estando al margen de la justicia? Pero bueno, concedamos, aunque no lo compartamos, el argumento de que el delicado momento histórico encontró en la monarquía una garantía. El juancarlismo podría encontrar en él su justificación más creíble.

Por ello, resulta sorprendente el cierre de filas monárquico de nuestros presuntos progres, su aceleradísima conversión al felipismo. Ya no es posible argumentar la excepcionalidad histórica, pues, aunque nos encontremos en el contexto de una profunda crisis, esta podría servir, precisamente, para modernizar ciertas estructuras del país. Y no cabe ninguna duda de que la más modernizable, de nuestras estructuras políticas, es la forma de Estado. Ahora se repite como un mantra, acudiendo a las cuestiones personales, la preparación de Felipe. La política no es cuestión, solo, de preparación, sino de posición ideológica. Gobernantes muy preparados ha habido que han sido nefastos, y viceversa. Pero es que, además, no es el caso. Alguien incapaz de hablar en público sin la ayuda de un papel, normalmente escrito por otro, no parece que pueda ser calificado tan alegremente de "preparado". Y si alguna vez ha sido interpelado en la calle de manera imprevista, su actitud ha sido realmente bochornosa, como la ocasión en que una ciudadana navarra le preguntó si apoyaría un referéndum sobre la monarquía.

¿Por qué, entonces, esta conversión de juancarlistas en felipistas? Pues porque, por desgracia, una buena parte de nuestra intelectualidad y de nuestros políticos es incapaz de mantener una posición crítica con la realidad, atentos muchas veces al medro personal. Vale aquello de que "quien a buen árbol se arrima" y, por tanto, hay que huir, como de la peste, de árboles que, de momento, no cuenten con frondosas hojas. Pero como ellos son progresistas, deben seguir haciendo profesión de esencia republicana, para añadir que no es el momento, que es momento de responsabilidad.

A mí todo esto ya me produce vergüenza ajena. Me producen vergüenza los engolados discursos del Príncipe, o del Rey, propios de tiempos muy remotos, recibidos con salvas de aplausos y vítores por unos súbditos paniaguados. Me producen vergüenza, y una cierta tristeza, esos republicanos de salón que tuercen el gesto cada vez que alguien argumenta en favor de la república. Cada vez me convenzo más de que vivimos en un país cobarde, en el que la posición política pública está siempre condicionada, en ciertos sectores, por el cálculo de los intereses personales, que nos quieren vender como estabilidad, responsabilidad o intereses generales. Pero ya no cuela. Aquí ya solo cabe optar entre monarquía y democracia.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza