Ramón sentencia con su ceceo habitual: «No zabez nada de mujerez, Zanti. La princeza Leia ez la mujer máz hermoza de la galaczia. Ezo lo zabe cualquiera». «Clado. Pod que tú lo digas», replica Santi con su pericia para pronunciar las erres.

«Peddona, pedo Galaddiel es la cdiatuda más hedmosa de toda la Tiedda Media y de todo el univedso y con difedencia». «Zí, zí, con ezaz orejaz...». «Mida, Damón, pada el caddo, ¿quiedes? No te budles de Galaddiel, ni se te ocudda».

«¿Me amenazaz? Ya zabez que zoy un peligrozo ezpadachín. No querráz vértelaz con mi ezpada». «Es ciedto. Edes un buen gueddedo, pedo te decueddo que nunca me has deddotado a las cadtas. Y pod ciedto, las odejas de mi amada son mucho más atdactivas que los dizos didículos de tu pdincesa».

«¿Qué dicez? Zuz rizoz zon lo que la hacen tan zenzual, tan zeczy...». «Pues pada ti, pada ti». «¿Zabez lo que paza? Que nunca haz zabido nada del zeczo femenino. Ezo ez lo que paza». «Y una miedda. Pedo mida quién habla. El expedto en mujedes. El gdan conquistadod». «Puez zí. Máz que tú dezde luego. El zábado, ¿zabez?, me llamó Mariza». Santi se queda blanco.

«¿Te llamó Madisa? ¿Madisa, mi amod?». «Zí, y hemoz quedado para zalir». «¡Vete a la miedda, cabdón!», explota Santi. «Ya no quiedo jugad a dol contigo nunca más. Ni pintad figuditas de plomo. Se tedminó, y lo digo muy en sedio». Ahora es Ramón quien se queda blanco.

«¿Hablaz en zerio?». «Muy en sedio». «Entoncez, ¿qué zerá de nozotroz?». «Me impodta una miedda». «Zabía que laz mujerez noz acabarían zeparando», medita Ramón tristemente.

*Escritor y cuentacuentos