«Los violadores son personas igual que nosotros, no son los malos de la película que viven en otro mundo. Es muy fácil colocar a los monstruos fuera y a nosotros en el lado bueno; pero esos engendros son el resultado de un caldo de cultivo que hay en la sociedad, un machismo instaurado sistémicamente. Y algo tenemos que ver todos y todas». Esta fue más o menos la respuesta que uno de los actores de Jauría le dio a un estudiante de bachillerato que acababa de ver la obra y se interesó por cómo podía meterse en la piel de un personaje tan repulsivo.

Jauría forma parte de ese modelo bautizado como teatro documento que consiste en contar historias estrechamente pegadas a un hecho real; y en este caso a la actualidad, a partir de las transcripciones del juicio por el caso de La manada. El Pavón Teatro Kamikaze de Madrid ha dedicado varias semanas a programar funciones especiales para público escolar, que terminan con un coloquio donde salen muchos de los demonios que contaminan la relación entre chicos y chicas, entre hombres y mujeres.

Fueron muchas las voces que expresaron temor, hartazgo y ganas de rebelarse: «¿por qué tengo que cambiar de acera?», «¿por qué mi madre duerme a pierna suelta si sale mi hermano pero no pega ojo hasta que yo he vuelto a casa?»; pero muy pocas de esas voces fueron de chicos. O por vergüenza, o por mala conciencia... El director de Jauría, Miguel del Arco, me explicó que al principio no detectaba un gran entusiasmo por programar la obra, pero que ahora ya tienen confirmada una gira por toda España; y que se ofrecen a repetir la experiencia de los coloquios con escolares en cualquier lugar donde se lo pidan. Me alegro. Porque la obra es magnífica en su atmósfera asfixiante y los actores transmiten tanta verdad que al final se funden en un abrazo reparador. Y porque el mensaje a los chavales es la mejor inversión para evitar que los monstruos se multipliquen.

*Periodista