La abundante colonia aragonesa en Cambrils --enfadada por tener que asistir a la misa celebrada, total o parcialmente, en lengua catalana-- no ha dejado de mostrar, un año más, su pública disconformidad con lo que consideran una discriminación del clero tarraconense. Explosivo cóctel --reconocen los antropólogos culturales-- el del lenguaje y la religión, ya que dos cosas destinadas a asegurar la armonía y la cultura se convierten en fuente de las discordias y disensiones más profundas.

Defiende el clero y la feligresía de la villa veraniega que el catalán es la lengua propia de allí, como el inglés lo es de de Inglaterra. Y no les falta razón. Sólo que no la tienen toda. Cataluña es una comunidad bilingüe y el castellano está bastante más extendido allí que el otro idioma. La Iglesia catalana debería adecuar los medios --lingüísticos, en este caso-- de forma congruente al fin perseguido: difundir el mensaje evangélico también entre los catalanes y los veraneantes que no entienden el catalán.

Su actitud es tan incomprensible como la de esos turistas que, después de años disfrutando en tierras catalanas, todavía consideran una ofensa que se les hable en catalán. Porque ya decía Goethe que quien no conoce idiomas extranjeros tampoco conoce el suyo propio. La verdad es que en estos casos uno siente nostalgia de aquella lingua adamica en la que, dicen, se entendía la humanidad antes de perder el Paraíso. De perderlo, cuenta la Biblia, por simple y por boba. ¿Les suena la cosa, señores clérigos?

*Periodista