Los datos oficiales de la meteorología mediática anunciaban un día gris, lluvioso, ventoso, pero los pronósticos fallaron y los libreros y lectores pudieron disfrutar de un grato Día del Libro.

Pocos espectáculos de calle pueden contemplarse con tanto agrado como esa reconfortante visión que aglutina a miles de personas delante de los stands abarrotados de volúmenes de toda índole y condición, desde los cuentos infantiles hasta las sesudas obras de Saramago. Tal gentío colmaba el centro de Zaragoza que las autoridades, encabezadas por la consejera de Cultura, Eva Almunia, y el alcalde de la ciudad, Juan Alberto Belloch, ambos, por cierto, buenos lectores, lo tuvieron difícil a la hora de aproximarse a los puestos.

Los libreros, como punto de enlace entre el autor, la editorial y el público, se ven obligados a hacer un considerable esfuerzo para garantizar el éxito de este tipo de jornadas, pero debe compensarles con creces observar cómo una gran cantidad de personas que a lo largo del año raramente pisan una librería se acercan, contagiados por la pacífica fiesta de la letra impresa, a hojear títulos, a comprar novedades, a conseguir algún título que en su momento se propusieron adquirir, pero que, atareados por otras prioridades, lo dejaron para más adelante.

El esfuerzo de las librerías por difundir la lectura, su espíritu de invitación permanente a la actividad lectora, su capacidad de orientación y persuasión sobre los gustos y necesidades del público es una de las piezas fundamentales de cualquier política cultural. Con los libreros, los restantes gremios que aglutina este imprescindible sector -editores, distribuidores, autores, impresores, iluminadores, diseñadores, publicitarios y un largo etcétera- se están confabulando, de manera espontánea, para empujar en la misma dirección.

Todo el mundo ha comenzado a poner su granito de arena. Los profesores, seleccionando con habilidad los textos que deban resultar iniciáticos para los alumnos, y promocionando los ciclos de invitación a la lectura, con presencia en institutos y colegios de escritores acreditados, capaces de comunicarse con los adolescentes e invitarles a navegar en el océano de la literatura universal. Las instituciones públicas, generando actividades, ciclos, ayudas editoriales, becas, concursos diseñados para estimular la creatividad en los más jóvenes y consolidar el trabajo de los autores ya consagrados, pero que siguen necesitando nuevos alientos para no cejar en su producción. Los editores, apoyando a los escritores noveles y dando salida a aquellas obras de calidad que, por la razón que sea, tienen dificultades para ver la luz. En cuanto a los lectores...

Ellos y ellas son los destinatarios de todos estos desvelos, de la ingente masa de papel que se imprime cada año con la esperanza de merecer su atención. Su juicio, muy por encima del valor de la crítica, suele ser definitivo a la hora de encumbrar una obra. Su constancia, a la hora de persistir en su afición, es la piedra filosofal del sector.

El Día del Libro, en el fondo, es un homenaje a todos ellos.

*Escritor y periodista