Una de las mayores críticas que se han hecho a las universidades públicas españolas, desde que se aprobó la ley de reforma universitaria (LRU) en el año 1983, es la desmedida endogamia que practican dichas instituciones para contratar al profesorado, habiendo sido calificada por multitud de autores como la principal causa de su baja calidad en los últimos treinta años. Si se hiciera una gráfica en la que figurara el número de «candidatos tapados» que aprobaron, desde 1983 hasta 2020, por comparación a los que se presentaron a los concursos de profesorado numerario de manera libre, se comprobaría que, salvo en muy contados casos, todos pertenecen al primer grupo. Otra anomalía típica de los últimos años ha sido la nula preocupación de los equipos rectorales por la calidad de la docencia, tal y como lo demuestra la interpretación torticera que han hecho de la figura del profesor asociado (tanto su perfil como sus competencias estaban perfectamente delimitadas en la LRU), multiplicando dicha figura hasta límites vergonzosos con el único objetivo de contar con un profesorado pésimamente mal pagado, con contratos temporales y carente de experiencia profesional. Como veremos a continuación, ese virus tan peligroso ha sido un mal endémico de las universidades públicas españolas, aunque quizás nunca antes la endogamia había estado avalada y bendecida por una ley específica como ocurre en la actualidad.

Como es bien sabido, en el siglo XVIII (el denominado siglo de la luces) se produjo en toda Europa una transformación radical de las universidades, consistente en aminorar el peso de la iglesia (tanto la católica como la protestante) en el control de las universidades y en desterrar de sus enseñanzas los mitos religiosos, sustituyéndolos por el cultivo de la ciencia. Sin embargo, mientras se producía ese cambio trascendental en la mayoría de los países europeos, en España lo único que se logró fue sustituir el inmenso poder que tenían los jesuitas en la docencia universitaria por los dominicos. Un ejemplo que muestra claramente la imposibilidad de las universidades españolas para formar a los nuevos profesionales que demandaban los avances tecnológicos de ese siglo, es que los intelectuales y los políticos ilustrados españoles pusieron esa formación en manos de las Sociedades de Amigos del País, en lugar de hacerlo en el ámbito universitario, si bien es cierto que al menos lograron la creación de unas pocas cátedras de Matemáticas. A pesar de ese avance, la institución universitaria española, según Mariano y José Luis Peset (1988), siguió anquilosada en pomposas ceremonias y atada a la defensa de la ortodoxia católica que le imponía el clero, en detrimento de los nuevos avances científicos, lo que originó que se quedara cada vez más descolgada del resto de Europa.

En ese siglo solo hubo un intento de poner las universidades españolas al nivel de las europeas y, por desgracia, no solo no cuajó sino que, además, el impulsor de ese cambio (don Pablo de Olavide ) fue condenado a muerte por el tribunal de la inquisición, aunque sus buenos contactos en la corte del rey Carlos III lograron que se escapara a Francia. Este ilustrado criollo de origen peruano, en tanto que Intendente de las nuevas poblaciones de Andalucía y Asistente de la ciudad de Sevilla, presentó en 1768 un plan de transformación global de la universidad sevillana con el propósito de que sirviera de ejemplo para la modernización de las restantes universidades españolas. En el apartado dedicado a justificar la necesidad de un cambio radical de los estudios universitarios españoles, el autor del proyecto dejó muy claro que las principales causas del enorme retroceso de nuestras instituciones universitarias eran el enorme peso que los mitos religiosos tenían en los planes de estudio en detrimento de la ciencia y el monopolio de una línea ideológica basada en la ortodoxia católica. Ese monopolio endogámico, según explicitaba el proyecto, es el que ha motivado que las escuelas y las camarillas docentes se hayan convertido en unos cuerpos profesionales tiranos que han avasallado a las universidades, reduciéndolas a una vergonzosa esclavitud que ha extinguido la libertad y la emulación; esas luchas endogámicas son las que han convertido a las universidades en establecimientos frívolos e ineptos que solo se han ocupado de cuestiones ridículas, de hipótesis quiméricas sin fundamento científico, abandonando los sólidos conocimientos de las ciencias prácticas.

El caciquismo endogámico de nuestras universidades continuó a lo largo del siglo XIX, del XX y del actual. Podría citar muchos ejemplos para demostrar que ello es así, pero por problemas de espacio solo reflejaré estos dos, tomados de Tovar (1968). El doctor Castillo Nicolau , prestigioso biólogo residente en Nueva York, se presentó a una plaza de profesor adjunto en una universidad española, pero tuvo la mala suerte de que a la misma concurriera un joven e indocto profesor ayudante, que daba las clases del catedrático de la asignatura siempre que éste faltaba. Naturalmente, la plaza fue para el ayudante del catedrático, que además era el presiente del tribunal. El otro caso corresponde al doctor Rodríguez Delgado , prestigioso profesor de la Universidad de Yale, quien decidió presentarse, en el año 1957, a una cátedra de Fisiología en las universidades de Cádiz y de Zaragoza, sin saber que dichas cátedras ya tenían unos destinatarios asignados. En esta ocasión, ante el temor de que el escándalo fuera imprevisible, los miembros del tribunal dejaron correr el tiempo, ya que sabían que el candidato foráneo tenía que regresar a su puesto en la Universidad de Yale. Cuando el prestigioso investigador regresó a América, el tribunal aprovechó la ocasión para dar las dos plazas a los candidatos previstos.