El errante escritor español apenas conocido en nuestro país y sin embargo muy reconocido en Latinoamérica, Rafael Barrett, afirmaba en una de sus pulidas obras que «desprenderse de la realidad no es nada, lo heroico es desprenderse de un sueño». Barrett poseía esa meritoria virtud -que a menudo encontramos en quienes han hecho de su vida y obra una y la misma cosa- la de conseguir decir con la claridad y la fuerza de un rayo lo que muchos pensamos. Un español de padre británico, educado en Francia y asiduo lector de Nietzsche lo tiene casi todo a su favor para saber decir, aunque no sé si tanto para saber decidir. Basta con que echen un vistazo a su ajetreada biografía para que lo comprueben. Al fin y al cabo si es en eso -en decir y decidir- en lo que invertimos el tiempo, de él podríamos decir que al menos la mitad del suyo estuvo bien empleado.

En esa frase Barrett se refería a los sueños, me hubiera gustado conocer su opinión sobre los «malos sueños» pero en su defecto, ya que nada escribió sobre ellos o al menos a mí me ha pasado desapercibido, trataré yo misma de decir y decidir algo al respecto. En cuanto al decir, creo que estaremos de acuerdo en que como mínimo desde hace un año vivimos algo bastante parecido a un «mal sueño». O quizás fuese más acertado hablar de «malos sueños».

La pandemia encabeza desgraciadamente el ránking, pero detrás le siguen otros y atención, que como me temo que la lista es demasiado larga, referiré solo algunos: la violencia justificada por algunas voces, el nacionalismo ciego y su obtusa pretensión de cincelar la realidad y la sociedad a su imagen y semejanza sea cual sea el precio, el egoísmo tan humano como inhumano de quienes hacen oídos sordos a lo que a su alrededor pasa, las deshilachadas y paupérrimas sesiones parlamentarias que cuyo seguimiento solo me atrevería a recomendar a masoquistas de la palabra, no les digo nada de las pesadillas de los monárquicos… Después de esta retahíla en la que son malos sueños todos los que están pero no están todos los que son, por evitar caer en melancolías y desesperanzas, resulta difícil saber qué decidir al respecto y sobre todo cómo decirlo dada la enorme dificultad, si no es imposibilidad, de desprenderse e incluso alejarse de ellos. Además de conjurarlos, solo se me ocurre volver los ojos hacia la ética.

Al comienzo de mis clases de Derecho y ética pregunto qué entienden por uno y otra. Tras escucharles les adelanto una idea que nos servirá de guía para comenzar a profundizar en ambos y en la compleja relación que les une, así ética vendría a ser lo que les debo a los demás y Derecho el sistema que lo registra. Esta es, claro está, una primera y sencillísima aproximación que se nos complica por momentos pero que quizás ahora resulte de alguna utilidad. Y es que tal vez bastase con que todos fuésemos capaces de responder a la deuda contraída que tenemos con los otros y que, como he de abreviar porque mi espacio se acaba, puestos a darle un nombre la llamaría respeto.