En todos, en cada uno de nuestros actos hay una elección, un acto de libertad y por ello un residuo de la conciencia, una ceniza moral minúscula o gigantesca... moral. Ahí, en él, en cada acto estoy yo, yo soy todos mis actos, soy cada uno de mis pasos, todos ellos al final. Ahí, en él, en cada acto sin anuncios, ni emisarios, sin aviso anticipado se condensan y conjuran el pasado y el presente. Ahí soy yo, cada cosa que digo y callo; que fabulo o hago me hace a mí como yo la hago a ella, a la vez, a un tiempo, no hay diferencia en realidad, no hay dos, hay una. No existe agente y acto ambos son uno y lo mismo: yo. Más que pronombre "yo" es verbo, un verbo que no deja de conjugarse y que en su devenir y acción se hace y deshace, desde que nace y hasta que muere. Aunque, bien mirado no morimos una sino muchas, demasiadas veces. Puede que sea por ello por lo que los ojos de algunos ancianos estén apagados, tristes y cansados por haber asistido a demasiadas muertes suyas y de demasiados amados. Sin embargo, también hay ojos vivos y activos entre los mayores, los de Picasso, por ejemplo, fogonazos siempre de pregunta y de materia. Añoranza de esos ojos.

Y además en cada acto, yo soy todos los hombres, varones y mujeres que antes de mí hubo, también todos los que junto a mí haya. De algún modo arrastro y conmigo llevo la dignidad o vergüenza de sus actos y máscaras. Me viene a la memoria un artículo del que suelo hablar a mis alumnos, "¿pueden las malas personas ser buenos jueces?". Ese interrogante les acerca a la duda y no siempre de forma efímera la cuestión permanece ahí como lo hace el bajo continuo de las canciones, y sin que apenas seamos conscientes nos acompaña un tiempo. Se me ocurre que tal vez un día como hoy, el de ayer o como uno cualquiera de estos convenga más plantear la pregunta de otro modo: ¿Pueden las malas personas ser buenos políticos? En la última clase en que abordamos el tema, sin ligereza pero con rapidez, los estudiantes creían y argumentaban que se puede ser un buen profesional de lo que quiera que sea (juez incluido) sin necesidad de ser una buena persona para ello. La pregunta es difícil, la respuesta más aún. Solemos esperar que las palabras verdad y definitiva vayan juntas, expresas, implícitas igual da, pero juntas. Tampoco eso resulta sencillo. A mí no se me ocurre cómo pueda alguien desvestirse sus ropas de ímprobo, tramposo o indecente para, a continuación, sin más, hacer bien su trabajo cualquiera que sea la labor emprendida. No, no se me ocurre. Verdad y definitiva no casan bien a veces, las raras ocasiones en que lo hacen, qué sencillo resulta todo.

Hace ya mucho, bastante más de cinco siglos el humanista Luis Vives, confiado en la importancia y bondades de la filosofía moral como parte de la educación dijo del Derecho que no servía para todo, que en realidad servía para "cohibir las manos y la ira". Eso, que no es todo, no es poco, sino mucho. Hoy, en una España distinta a la que él conoció, sintió y de la que hubo de huir, el Derecho es tan importante como lo fue siempre. Quizás ahora más esperado. Necesitamos que el Derecho, a falta y en ausencia de la decencia de algunos "cohíba" las manos de aquellos que, con dudas o sin ellas, se las llenaron de bienes ajenos mientras entonaban relatos y discursos de virtud compartida. Esperamos que el Derecho, no solo el escrito, también el vivido "cohíba" nuestra ira. Hoy necesitamos que hombres buenos, no algunos sino muchos, todos si no supiese que eso no es posible, hagan política y ayuden a superar y reponernos de la ignominia y el abismo a que conducen la ocultación, el engaño: la impolítica.

Profesora de Derecho de la UZ