Noche mágica, noche de ilusión, la llegada de los Reyes Magos viene siendo desde antaño una fiesta, la gran fiesta de los niños. Noche con su mañana colmada de juguetes y regalos; tantos, que a veces alcanzan una presencia abrumadora en la que se diluyen las fantasías infantiles. Los nuevos tiempos han entronizado nuevos protagonistas, como Papa Noël o Santa Claus, y propiciado una evolución de las costumbres introduciendo algún que otro hábito ajeno a nuestra entrañable tradición, como la creciente práctica de adelantar unos días la entrega de regalos: así los peques disponen de más tiempo para recrearse con sus nuevos juguetes. Pero lo que no ha cambiado es la sonrisa feliz ni los ojos muy abiertos, llenos de asombro, que acompañan al despertar infantil, al compás de una deslumbradora abundancia de chismes y artilugios de todo tipo y condición.

¿Son esos juguetes los mejores regalos de Reyes? ¿Es ese gozo fugaz lo mejor que un niño puede recibir de sus padres en Navidad? Cuando la conciliación de la vida profesional y familiar se hace difícil, el niño es la víctima inocente; es quien sufre un castigo inmerecido, porque lo que de verdad demanda de sus padres, lo que realmente necesita por encima de todo, no son juguetes, sino tiempo, dedicación, atención; interés por todo lo que lo rodea. Ahora y durante todos los días del año. Tiempo, en lugar de sucedáneos electrónicos. Tiempo, que es amor auténtico. Tiempo que, en definitiva, no puede ser reemplazado por nada y que jamás retornará; tiempo que desaparece de forma inexorable, antes incluso de que se desvanezca la sonrisa de un niño aburrido ante un juguete que jamás podrá suplir a la presencia paterna.

Ese es el mejor regalo que se puede donar a un niño; por fortuna, depende mucho más de la voluntad de los padres que de cualquier otra cosa, en especial de todo lo que se puede comprar con dinero.

*Escritora