Si de algo han servido la reunión protagonizada por el presidente del Gobierno de España y el de la Generalitat, una réplica limitada en el segundo nivel de ambas administraciones y el colofón del Consejo de Ministros del viernes en Barcelona ha sido para certificar la gran mentira de la bilateralidad que atraviesa toda la problemática territorial del sistema autonómico desarrollado desde el 78. La descentralización política, el reconocimiento de la diversidad cultural de la nación y el principio de subsidiariedad administrativa que infundan el título octavo de la Constitución han sido pervertidos hasta hacer de ellos una ocasión para fragmentar la soberanía nacional, en un intento de convertir el Estado en el decorado de una lucha descarnada por el poder en cada uno de sus territorios.

En el fondo, la demanda de una relación bilateral que esgrimen los independentistas junto a la práctica totalidad del catalanismo (en compañía de los movimientos nacionalistas de otros territorios) constituye antes una negación del conjunto de la nación que representan el Congreso y el Senado que una reivindicación de las instituciones propias de cada uno de estos territorios. Hay una pulsión decididamente anacrónica (medieval), por la que las élites locales ansían un trato exclusivo con el Estado (algo que reflejaba su relación con el monarca). De hecho, el catalanismo, por la indigestión histórica que introduce la Renaixença en su rechazo de la Modernidad, respira por esta herida desde hace un siglo y medio, sin que el diagnóstico realizado por autores como Vicens Vives haya servido de nada.

Pero, siendo malo esto, no es lo peor. En realidad, los diferentes gobiernos de España han alimentado estas posiciones a través de las concesiones realizadas ad hoc a los diferentes territorios en busca de apoyos políticos. PNV, CiU, Coalición Canaria y, en menor medida, otros grupos como Nueva Canarias, UPN --o el PAR y, fugazmente, CHA-- han explotado esta circunstancia hasta hacer de ella un modus vivendi en el Madrid político con el que cosechar buenos resultados en sus respectivas autonomías. Las razones son conocidas: la sobrerrepresentación de estas fuerzas por la circunscripción electoral y la Ley d’Hont, junto a la falta de pedagogía política en los discursos del Partido Popular y del PSOE, que han renunciado al interés general cuando no ha coincidido con el de estas formaciones.

Ahora, tras casi 40 años de desarrollo autonómico y dos generaciones de estatutos de autonomía, el enquistamiento del problema territorial arroja una clara certeza: el Estado no puede mantener, de forma constante y consistente, 17 negociaciones bilaterales con sus territorios; porque hay una sola legislación, unos solos presupuestos generales y, aunque a veces no lo parezca, un solo Gobierno en todo el territorio nacional. La creatividad lingüística que caracteriza a los independentistas, su querencia por la divulgación de ‘relatos’ imaginarios o todas las artes diplomáticas exhibidas de forma interesada por el actual Ejecutivo --en un intento de posponer lo inevitable-- no cambiarán este hecho irrenunciable para cualquier Estado que aspire a perpetuarse.

La bilateralidad sí es aplicable, en cambio, en los segundos niveles administrativos, donde es sinónimo de coordinación y lealtad institucional. Por poner un ejemplo: una correcta relación entre la Generalitat y el Estado podría haber ayudado a evitar los atentados del pasado año en Barcelona y Cambrils. ¿Y en el terreno de la toma de decisiones, no hay bilateralidad?, podría preguntar un taimado soberanista. No, en el terreno de la toma de decisiones no hay bilateralidad desde el final del Absolutismo, entendida como una relación de tú a tú entre dos poderes. Lo que sí puede haber en un Estado federal es multilateralidad, como apuntan las propuestas de reforma del Senado para convertirlo en una cámara territorial. Pero que nadie se engañe: esta no es una solución querida por los nacionalistas, en tanto que supone la institucionalización del “café para todos”. Los nacionalistas nunca han reconocido otro interlocutor que un Estado central que en su imaginario es todavía la Castilla del Siglo de Oro. Abominan de la diversidad de España. *Periodista