Tengo la suerte de estar preparando un encargo editorial en la costa catalana, frente al mar de otoño: sin apenas gente, tiempo soleado, mucha paz y silencio. Solo el constante murmullo del mar que es como la banda sonora de mi ordenador. Trato de conectarme a las noticias únicamente por la noche. No quiero volverme loca con los dos bandos que nos colocan en la inquietud constante. Por esa razón en está columna voy a obviar el problema que ocupa a España en su conjunto, y se lo voy a dedicar a las viejas nuevas amigas que he hecho en estos días cuando bajo a la playa a darme un baño refrescante echándole mucho valor.

Son tres mujeres: dos catalanas (según dicen) y otra rusa. Son las únicas habitantes de la playa a hora temprana y en ese trozo en el que me suelo instalar. Tienen 87, 86 y 78 años, se conocen de la playa porque un día decidieron colocar sus sillas playeras en linea y saludarse con un cortés “Buenos días”. Se pasan allí las mañanas enteras. Las dos catalanas se llaman Mercedes, y llevan viviendo en Barcelona 60 años. Las dos son de origen andaluz, y su acento del sur, aunque hablen catalán, sale como una profunda raíz invisible. La tercera, de 87 años, es la rusa que solo habla su idioma, de profesión ingeniera aeronáutica hasta que se jubiló en su país natal. Es una mujer que no para quieta: se baña constantemente, coge piedrecitas que guarda en una bolsa y se las sube al apartamento, pasea arriba y abajo de la orilla. De vez en cuando se ponen a hablar entre ellas, y la rusa participa sorprendentemente en la conversación asintiendo con el típico Aa, que fonéticamente suena “da”, “da”. Suele señalar al cielo a menudo y deduzco que hablan del tiempo entre ellas.

Un día, una de las Mercedes se me acercó y me dijo, muy amable, que como yo estaba sola me podía poner a su lado y así me sentiría más acompañada. Me lo pensé dos veces porque es de las que no paran de hablar, y te cuenta su vida sin pausas. Me acerqué la toalla a la línea de las tres sillas de playa, y me presentó a la otra Mercedes y a la rusa a la que entre ellas llamaban “la astronauta”. Desde entonces cuando bajo al mar me tumbo a su lado en silencio y las oigo hablar. Una de las dos Mercedes, la más joven, me dijo que se entienden perfectamente: “Es muy simple, ella solo habla ruso, y yo español para que me comprenda mejor. Y poco a poco nos vamos entendiendo” Por ejemplo, me contaba que le ha encargado que le riegue cada tres días una planta a la que tiene mucho aprecio en la entrada de su edificio, ya que ella se marcha Barcelona a sus revisiones médicas”. La verdad es que me parecen unas mujeres admirables y valientes. Viven solas, viajan solas, se valen por sí mismas y se meten en el agua helada como si fueran adolescentes, cuando yo me lo pienso dos veces. Mis viejas amigas son un ejemplo de convivencia, mestizaje de culturas y supervivencia. Estas cosas también pasan en Cataluña. Afortunadamente para todos.

*Periodista y escritora