Mientras escuchaba a mis hijos despotricar contra Juan Carlos I, Felipe VI y familia, pensaba en lo mal que ha envejecido la monarquía española, yo, que he sido su defensora. Tal vez por herencia de mi padre, ferviente juancarlista. Lo que opinan mis hijos lo sé alto y claro: viva la República. Lo que opina mi padre, después de las últimas revelaciones, no me lo imagino, así que le pregunto. «Si ha hecho algo ilegal, que lo pague. Como él mismo ha dicho muchas veces, nadie está por encima de la ley. Yo he sido muy de Juan Carlos, pero lo que ha hecho no me gusta nada. Esta gente está para servir, que se nos olvida siempre. Y aquí no sirve nadie al ciudadano. Ni la monarquía ni los políticos. Solo quieren vivir de nosotros, trincar un sueldo y que les mantengamos». Le digo a mi padre que no me queda claro. «¿Pero sigues teniendo fe en la monarquía?», le pregunto. «Sí, sí. Ya sabíamos todos que Juan Carlos era un putero. El hijo no sé, parece más formal, pero todos los Borbones son así, tampoco me sorprende. Felipe VI lo está haciendo bien, me gusta su estilo». Yo no lo tengo tan claro como él. Pensaba que la monarquía era una forma de tener una representación internacional de nivel, apolítica, preparada, un embajador plenipotenciario que representaba a todos los españoles. Pero esos argumentos dejan de tener sentido cuando ese rey (el anterior) se codea con sátrapas y dictadores, mueve cantidades milmillonarias de dinero de un paraíso fiscal a otro y alterna novias de lujo. Eso, en pleno siglo XXI, no tiene ningún sentido. Termino con las palabras de mi padre, a estas alturas ya muy enfadado: «Una cosa te digo, hija. Que devuelva el dinero. Si ha delinquido, que lo devuelva. Pero ya».

*Periodista