Desde que bebió del vaso de agua hasta que se despidió con indiferencia, Aitor Esteban empleó ochenta y ocho segundos para tratar un capricho de la ultraderecha que solo buscaba minutos de gloria en la televisión. El portavoz del PNV, quizás el mejor parlamentario del actual arco político español, sabía muy bien que la moción de censura de Vox era simplemente una pelea de gallitos entre Santiago Abascal y Pablo Casado. Es una lástima que los demás partidos no supieran verlo y se lo tomaran en serio.

La iniciativa de Vox, ese partido cargado de tipos que arreglan el mundo en dos patadas con un cubata en la mano, hubiera merecido una respuesta similar de todos los grupos. Es decir, la nada absoluta. Ni debate ni interpelaciones. El desprecio. Acudir a votar y punto. Porque discutir los discursos de Garriga, Abascal y Espinosa de los Monteros en el Congreso nos produce a muchos una profunda tristeza. Significa situar el odio en la escala de valores de la democracia.

Al parecer, sus señorías tenían que mantener las formas y demostrar respeto, aunque fuera por los votantes de esa formación. Pero determinadas ideas no merecen ningún miramiento. Abascal y los suyos dejaron muy claro qué peligroso es el ideario que representan. Desde Blas Piñar no se escuchaban tantos argumentos fascistoides. No hubo exposición de un programa ni propuestas de gobierno o soluciones para los problemas de este país. Sí ofrecieron un discurso muy preciso sobre cómo quieren eliminar todo aquello que odian. Que es mucho. Si desde ahora les seguimos dando tanta cobertura, tantas páginas, horas de radio y televisión o tantos artículos, como este mismo, entonces resultará que los peligrosos seremos nosotros.