Georges Clemenceau, primer ministro de Francia a principios del siglo XX, decía que «un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro». La ruptura de la lealtad y de la confianza nos lleva a todos los humanos a ser traidores. Forma parte de la maduración y el crecimiento. De la rebelión juvenil y la autoafirmación. Porque la lógica de la vida, y nuestra supervivencia, nos lleva a ser más leales a nosotros mismos que a los demás. Así que siempre habremos traicionado a alguien. Comenzando por los padres, que ya habían diseñado nuestra vida desde la suya. Quien confía en todos los demás también traiciona al resto, ya que cada persona entenderá esa confianza de forma diferente e individualizada. Porque la lealtad es lo que se espera recibir, y no tanto lo que se otorga. Así que la valoración de la confianza proviene del depositario y no de quien confía. Estamos ante una percepción absolutamente pasiva de la que es imposible escapar. Sencillamente porque no la controlamos. Y si la creemos dominar, no es confianza. Es poder. Que cuando se tiene, temen perder los poderosos a manos de quienes tienen menos que ellos. Lo que da una cantidad de adversarios directamente proporcional a la fortaleza de nuestro mando. Sea consciente de que usted es un traidor, aunque todavía no lo sepa.

En política hay una traición comprensible que se produce cuando la tensión entre la lealtad a las ideas y a los liderazgos entra en colisión. En cambio hay una deslealtad, repudiable, que lleva a la elección del beneficio propio frente al colectivo al que se representa. Ésta última es la que conduce, o antecede, a la corrupción como delito. Pero en términos puramente políticos, la traición a unas ideas o programa es algo difícil de medir.

El ideario de una formación política, su programa electoral y su estrategia en las instituciones no tienen siempre una lógica coherente. Estos tres elementos se prestan a una valoración subjetiva de sus protagonistas, que siempre son conscientes del grado de traición que asumen. Lo hacen en las promesas electorales que luego no pueden o quieren cumplir. En la relajación de los principios ideológicos, en función de que se esté en el gobierno o la oposición. Y, finalmente, en las cesiones que se asumen como consecuencia de los acuerdos con otras formaciones. La confrontación de estos tres ejes colectivos, con las perspectivas y deseos personales de sus protagonistas, dan lugar a una variable de «traicionabilidad». Esta podría llegar a ser predecible si conociéramos, previamente, los perfiles psicológicos de los futuros judas.

No debe extrañarnos que en el ámbito político haya una epidemia de pisantrofobia. Una fobia que explica el miedo o la aversión a confiar en los demás. Las personas que la desarrollan piensan que sus congéneres, más pronto o más tarde, les van a traicionar o, al menos, decepcionar. Pedro Sánchez y Pablo Iglesias comparten o aparentan esa misma sensación. Si lo vemos en positivo, lo más importante para la izquierda es que no se rompa el equilibrio mutuo, sea con confianza o sin ella. Tenemos multitud de comportamientos traicioneros, con diferentes valoraciones, que se suelen acrecentar a la hora de configurar las instituciones tras unas elecciones. ¿Fueron unos traidores los diputados socialistas que votaron no a Rajoy contra el mandato de su partido hacia la abstención? ¿Están traicionando la ideología liberal los representantes de Ciudadanos que han dimitido por no aceptar su partido el diálogo con el PSOE? ¿Traiciona Valls a Rivera, por hacer alcaldesa a Colau frente al independentismo catalán? ¿Ha traicionado Vox al triunvirato de Colón, tras revelar el acuerdo secreto con el PP para entrar en los gobiernos municipales? El famoso voto en blanco que ha dado la alcaldía de Huesca a Luis Felipe ¿es una traición al reiterado compromiso de los naranjas, a favor de facilitar acuerdos variables, para que pudiera gobernar la lista más votada? Y si allí no lo es, ¿lo es en Zaragoza? Quizás a estas horas Ana Alós sigue rememorando la película, El sexto (voto) sentido y manifiesta, en sueños, que «a veces veo votos…». Pero al despertar, sigue pensando que en realidad ese Judas fue Satanás. Este episodio de traiciones bien podría haber ocupado uno de los magníficos artículos que escribía César Martín, en su sección titulada No me Judas, Satanás, de la revista de música rock Popular 1. Comenzaron a publicarse a partir de los años 80 del siglo pasado y su autor sigue siendo, en la actualidad, el jefe de redacción. De esto sabe mucho más que yo mi admirado Javier Losilla. Como ven, el título de aquella sección ha ganado actualidad política. Yo tengo otra teoría, más lógica, para explicar todo esto que ha pasado en Huesca. Y es que en las casas de apuestas se pagaba, a precio de oro, la alcaldía socialista. No se extrañen si en la operación oikos surgen ramificaciones políticas. No me Judas, no me Judas. <b>*Ps</b>icólogo y escritor