No me gusta lo que nos pasa; no le gusta a nadie, supongo. Me refiero a la nueva normalidad que reprime el contacto y rechaza la compañía, que en vez de acortar distancias lo que hace es aumentarlas. No es natural, no es humano. Vivir es convivir y convivir a distancia es tan absurdo como comer con los ojos. El tacto es el sentido de la realidad, la vista en cambio es teoría. Si el tacto es la experiencia, ésta -la vista- abarca más y aprieta menos. Es como el amor sin obras, nada que ver con el amor al prójimo. Por no hablar del amor al enemigo, esa locura que es el colmo del amor y no excluye a nadie. Sin contacto no hay contagio, no hay infección. Ni afecto que sobreviva. Queda apenas el respeto, que es ver a distancia. Queda la abstinencia, eso sí; pero no hay cuaresma sin la pascua. Y el respeto no tiene sentido sin la esperanza del encuentro. ¿Qué significa la mortificación sin la resurrección? Nada si la carne no resucita, nada si la corona de espinas no florece en pascua florida.

Esa distancia, esa normalidad necesaria, no es un fin en sí misma. No tiene ninguna gracia; pero vale la pena siempre que sea necesaria para la vida. De lo contrario, prefiero que el niño toque y no sólo mire el jarrón diga lo que diga mamá aunque lo rompa sin querer. La ley - la norma - está al servicio de la libertad y no al contrario. No del capricho, que eso es la libertad de las cabras, sino de la libertad de los hijos de Dios que creo el mundo porque quiso. Toda creación es libre, y lo que se haga necesariamente bajo la ley ha de estar al servicio de la libertad que es muy señora.

La valla de la ley que hay que respetar, por supuesto, está al servicio de la vida. Y por tanto de la libertad. De todos y para todos y todas, ¡faltaría más! Y por tanto de la vida nueva, no de lo que ya ha sido: del pasado que no podemos cambiar, sino de la vida y de la convivencia que va siendo desde la libertad. Del presente que se ofrece, que existe sin insistir en lo que hay. De la vida que siempre es nueva, como el agua fresca de la fuente que mana sin cesar. No de la charca que la retiene. Y que nada tiene que ver por tanto con la costumbre, y poco con la traición traicionada que la repite. La vida que se da es siempre nueva, aunque tengamos que morir se nace siempre para comenzar.

He leído recientemente, por segunda vez, un libro que recomiendo a mis lectores titulado Sobre la libertad, la alegría y el juego. No se lo pierdan. A su autor, Jürgen Moltmann, le preocupa mucho que los viejos fariseos y los nuevos revolucionarios nos angustien con demasiadas normas hasta hacernos incapaces para la libertad, la alegría y la espontaneidad y por tanto para nada nuevo. Sin el gozo y la libertad -y por tanto, del amor- no se crea tampoco nada bueno. H SFlb*Filósofo