El síndrome de nuevo testamento --con minúsculas, por favor- es un cuadro emocional que incide sobre ejecutivos y altos cargos y que les impele a iniciar su nueva responsabilidad como si la historia de la Tierra acabara de comenzar. Llega el nuevo consejero-delegado o el nuevo director general, o el nuevo baranda de lo que sea, observa con displicencia los trabajos auspiciados por su antecesor y, a continuación, elabora unos nuevos, los de la nueva era, los del nuevo testamento .

En la Administración sucede algo parecido. Los nuevos altos cargos miran con desprecio las iniciativas anteriores, llegan a la horrorizada conclusión de que estaban equivocadas, y emprenden con gran entusiasmo el camino hacia las nuevas fronteras. No todos los altos cargos ni todos los ministros de un Gobierno anterior pueden caer en la unanimidad de ordenar tonterías, ni estadísticamente es probable que las propuestas de los nuevos sean todas, absolutamente todas, correctas. La certeza sobre el bien y el mal puede encontrarse en terrenos teológicos o religiosos, pero en la vida civil es altamente improbable, y causa pasmo, por ejemplo, que se critique a la ministra de Cultura, porque ha mantenido en su cargo a algunas personas que lo venían desarrollando correctamente al parecer de la ministra.

Me contaba el otro día un ciudadano apesadumbrado que lleva en dos años tres directores comerciales y que ha pasado de la regionalización de la distribución a la centralización y, ahora, con el nuevo, están en plena campaña de provincialización y que, como decía aquél viejo alcalde falangista "ya no sé si soy de los nuestros". Esta negación del pasado, esta tentación de sentarse en un sillón y exclamar "queda inaugurado el mundo", se ha infiltrado en la cultura empresarial y en la política. En esta última caben excusas ideológicas, aunque obedezcan a razones de reparto de poder, pero es inexplicable que este síndrome se aplique a la venta de fármacos o a la fabricación de tornillería.

*Escritor y periodista