Este lunes viene con resaca de paroxismo, extenuados tras una semana de sentimientos exacerbados y reacciones en cadena que rebotan de una red a otra y de plató en plató, llegando hasta los comedores familiares y las calles incendiadas. Parece imposible un debate sosegado sobre los límites de la libertad de expresión o la conveniencia de cambiar las leyes que tipifican los delitos de odio y sus hermanos. Sin embargo, es más necesario que nunca.

Quizá la competencia brutal que las redes hacen a los medios tradicionales, impactando con muy pocos caracteres, libres de la obligación debida al rigor que sí pedimos (o antes pedíamos) a los últimos, hace que todo se contagie de las maneras superficiales pero profundamente intensas de las primeras. ¿Quién quiere oír un análisis que igual es hasta largo -por Dios- cuando puede emocionarse en una discusión de Twitter y odiar en cuatro líneas? Ningún medio puede quedarse atrás, todos tienen que enganchar porque les va en ello la supervivencia, y el tipo de opinión que se va generando es un nuevo eslabón de esa cadena. Después de dos o tres días de intentar informarte, no sabes si entiendes más o menos de un asunto, pero lo seguro es que chapoteas en un mar de consignas, memes, gestos grandilocuentes y acciones y reacciones viscerales y emocionales, incluidas posiblemente las tuyas propias.

Cuando ya todo el mundo ha discutido con todo el mundo, no te quedan ganas de preguntarte por qué miembros de partidos que efectivamente gobiernan hacen una defensa incendiaria de la libertad de expresión en un tuit, mientras no se ha hecho nada para cambiar el marco legal desde el parlamento, que es donde -si es que debe hacerse- se podría. Pero entonces no disfrutaríamos de estas paradojas excitantes y estaríamos todos mucho menos entretenidos.