La educación de los hijos es una misión tan fundamental como difícil de los padres, a quienes demanda un enorme esfuerzo y dedicación. La plena incorporación de la mujer al ámbito profesional conlleva que ambos progenitores permanezcan sometidos a exigencias y obligaciones laborales que compiten con las labores educativas, restando un tiempo precioso para la interacción con los vástagos. Consecuencia de tal carencia es una desdichada secuela, la dejación de funciones, la cual, unida a una permisividad y tolerancia excesivas, resulta fatídica en la infancia y aún peor durante la adolescencia, etapa de vacilaciones en la que los jóvenes se muestran especialmente vulnerables y revelan una frágil autoestima. Es un periodo típico de influencias ajenas al hogar, que aprovechan la necesidad de autoafirmación para sembrar conflictos de dudosa resolución.

Acoso y coacción basados en falsas camaraderías no son algo nuevo, pero sí lo es su potenciación a través de las redes sociales, así como también una particular faceta, consecuencia de la inestabilidad y frustración presentes en jóvenes inmaduros y desorientados: su manifestación en forma de agresividad que no solo afecta a sus compañeros sino incluso a los propios padres, hasta el punto de desencadenar conductas violentas que, ocasionalmente, llegan a los juzgados, muy a pesar de que los padres permanezcan siempre remisos a la denuncia de tales hechos. Los expertos en educación vienen advirtiendo sobre los riesgos de la permisividad y del chantaje emocional en las etapas tempranas de la formación. Como ya afirmara Ortega y Gasset, somos fruto de nuestras circunstancias, pero, por desgracia, son demasiados los progenitores que anteponen el desarrollo de su carrera y éxito profesional al buen hacer como padres. H *Escritora