No he pasado mis vacaciones de verano en Lanzarote, pero si lo hubiera hecho, como ha hecho el Presidente del Gobierno, tal vez habría aprovechado para reflexionar sobre dos paisajes políticamente alegóricos que conviven en esa isla canaria: la playa y el malpaís.

En principio, la playa no necesita explicaciones. En nuestro país es un escenario tan común como la vida; tanto, que ciudadanos de lejanos países piensan que España es poco más que una playa interminable llena de chiringuitos. Sin embargo, esa repetición del paisaje playa no impide que sea un lugar perfecto para la meditación y un contexto magnífico para la metáfora.

La playa como límite y frontera, pero también como punto de encuentro entre la tierra y el mar, territorio prodigioso en el que poder caminar sobre las aguas. La playa como otero desde el que observar el horizonte en el que se confunde lo de arriba con lo de abajo. La playa como espacio cambiante en el que nada es lo mismo de un día para otro, donde la esencia de la existencia es el movimiento y la mutación constantes de los elementos que la integran, elementos, que bien combinados la hacen reconocible como esa playa a la que regresamos un verano tras otro, sin percatarnos de que no volvemos a ella sino a una idea de ella que habita en nuestra memoria.

Cada uno debe encontrar su playa y conocerla bien para después tomar una decisión política clave: la de ocultarla como un idiota a la mirada de los otros, o tal vez la de compartirla inteligentemente, sabiendo que sólo unos pocos sabrán apreciar en nuestra playa lo que para nosotros la hace única.

La playa como lugar secreto en el que uno se tropieza a cada paso con esas piedras maravillosas mojadas por el agua salada y matizadas por las sombras de la tarde, esas piedras preciosas que guardamos como un tesoro en el bolsillo del bañador y que, cuando llegamos a casa y dejamos que se sequen, se han convertido en lo que realmente son fuera de la playa, un guijarro más, tan abundante como los virus, las bacterias y las playas, en un país como el nuestro, tan lleno de playas.

Malpaís es una palabra rara y desconocida. Hace referencia al paisaje postvolcánico que dejan los ríos de lava, cuando esta se enfría. El malpaís es un terreno por el que resulta casi imposible transitar y en el que a duras penas se abre paso la vida. El malpaís es la antítesis de la playa. El malpaís es violento, seco y agreste. Podemos estar seguros de que pasarán muchos más años de los que dura nuestra vida, antes de que su aspecto cambie significativamente, salvo que el volcán vuelva a escupir su sangre y otro malpaís se consolide sobre el que no tuvo tiempo de erosionarse.

En el mundo de la alegoría, el malpaís es la seriedad, la rigidez, la austeridad, la rectitud o la sensatez; por contraposición a la ligereza, la frivolidad, la despreocupación, la superficialidad o la inconstancia características de la playa.

Es una anécdota que no significa nada, pero la primera vez que vi escrita la palabra malpaís fue en una novela policiaca sueca (una traducción claro), en la que el protagonista trataba de escapar al agreste paisaje nórdico en el que le había tocado pasar toda su vida, y soñaba invariablemente con largas y cálidas playas en las que podría sobrevivir holgadamente con su nórdica y abultada pensión de jubilación.

Tal vez sea cierto que todos tenemos que decidir aunque no queramos, aunque nos resistamos a ello, aunque deseemos íntimamente que otros decidan por nosotros. Todos acabamos tomando decisiones sobre nuestra vida, en la medida cada vez más escasa de nuestras posibilidades de elección. Pero mientras los márgenes de nuestra libertad se estrechan, crece y crece la capacidad de decidir por nosotros de esos seres extraños que son los políticos de este extraño país que es el nuestro, en el que abundan las playas y escasean los malpaíses.

Tal vez el presidente del gobierno español haya tenido la oportunidad de pensar España en Tenerife y de decidir si queremos ser una playa interminable llena de chiringuitos, un áspero malpaís, o bien algo distinto e innovador que combine la amabilidad de la inestable arena con la acre seguridad de la lava reseca.