Cada vez está más claro que este bendito país nuestro se tambalea en el laberinto de los equívocos, donde lo negro es blanco y viceversa. Ahora nos hemos topado con un señor juez que ha vulnerado sin inmutarse el precepto constitucional que protege el derecho de los periodistas a mantener sus fuentes en secreto. Y se habrá quedado tan a gusto el buen hombre, lo mismo que la inmensa mayoría de quienes andan todo el día con la sagrada Constitución en la boca... aunque en realidad propongan acabar con ella.

El registro policial en Diario de Mallorca y la agencia Europa Press y la incautación de ordenadores, móviles y documentación son hechos que rompen la más elemental regla democrática. Pero aquí hemos de pechar con ello (mientras las asociaciones de periodistas y de medios protestan y patalean) porque desde hace tiempo el espíritu y la letra de la que llamamos Carta Magna se han convertido en un extraño ectoplasma que por momentos adopta la forma de los Principios Fundamentales del Movimiento (o sea, del régimen que sí fue un Régimen por la mismísima gracia de Dios).

Quienes se dicen constitucionalistas reclaman eliminar el Título Octavo del texto del 78 y remodelar (para reducirlo) todo el catálogo de derechos. Sugieren abiertamente la posibilidad de ilegalizar determinados partidos políticos. Y el artículo 155, que como su equivalente en la Constitución alemana se incluyó para no ser usado nunca o solo en momentos excepcionales y durante un breve periodo de tiempo, ha pasado a convertirse en el instrumento de un posible estado de excepción no democrático que podría aplicarse en Cataluña de manera indefinida.

Y así, mientras la extrema derecha se proclama constitucionalista en un ejercicio de inaudito cinismo (o simple burricie política), los nacionalistas periféricos más radicales y la infantil ultraizquierda que les acompaña en el delirio reniegan de una Constitución que es su único escudo ante el autoritarismo paleorreaccionario que llega. Ni que saliese gaseosa lisérgica por el grifo.