Cuando era niño, los maestros de las escuelas de mi pueblo (La Carolina, Jaén), decían que España era una unidad de destino en lo universal e igualmente que era una, grande y libre. Tanto a mí como a mis compañeros aquello nos sonaba bien, ya que nos hacía sentirnos ciudadanos de algo más que de un mísero pueblo minero. A los once años entré a trabajar como aprendiz en la delegación local de la C.N.S. (sindicato oficial y único), cuya misión principal era tratar de conciliar a los trabajadores y a los empresarios cuando había un conflicto laboral, antes de llegar a la magistratura de trabajo. Casi en el 100% de los actos de conciliación los trabajadores terminaban aceptando las condiciones que imponía la patronal, debido a la extraordinaria eficacia de los miembros de la comisaría de policía, quienes repartían hostias milagrosas a los obreros que no decían amén a todo. Entonces me di cuenta de que esa España grande y libre era una farsa total.

Como consecuencia de esa decepción, cuando después de terminar la carrera de maestro me marché por primera vez de mi pueblo para estudiar en la Universidad de Sevilla y posteriormente en la de Madrid, no dudé en militar en el partido comunista por ser este el único grupo político cuyos militantes se jugaban el tipo luchando contra aquella España cruel del nacional catolicismo franquista. Unos años más tarde me percaté de que mi modelo de España tenía poco que ver con el que defendían los dirigentes de ese partido: la resurrección de las dos Españas enfrentadas entre sí, de las que tanto se había quejado Antonio Machado. Con la llegada de la democracia, fruto de las contradicciones que se produjeron entre los grupos ideológicos franquistas y el amansamiento de los dirigentes comunistas y socialistas, surgió la posibilidad de construir una España sin vencedores ni vencidos (es decir, mi querida España).

Esa esperanza se transformó en frustración, ya que la nueva Constitución otorgaba a tres regiones (Cataluña, Vasconia y Galicia) los mismos privilegios que les concedió el gobierno de la Segunda República Española, a pesar de haber sido esas concesiones uno de los detonantes más decisivos para el inicio de la guerra civil. Incluso iba más allá que la carta constitucional republicana, ya que abría la posibilidad de que el resto de regiones alcanzaran también esas prebendas. No había que ser muy expertos para darse cuenta de que el traspaso a los gobiernos regionales de lo que Althusser denominó los aparatos ideológicos y represivos del estado (policía, justicia, medios de comunicación públicos y, sobre todo, educación) era el germen de la ruptura de la nación española. Máxime cuando, además, se abrió la espita para que la lengua común de todos los españoles pudiera ser anulada cuando así lo decidieran los gobiernos regionales, y para que el currículum escolar pudiera ser manipulado como les diera la gana a esos dirigentes políticos.

Ese fue el origen de la actual deriva de España y la mayoría de los españoles fuimos cómplices al votar una Constitución profundamente disgregadora. Como era de esperar, los líderes de los partidos independentistas fueron ganando terreno, gracias a las dádivas que los presidentes del Gobierno central, independientemente de su ideología política, les fueron concediendo para poder mantenerse en el poder. Por la Constitución y la vergonzosa actuación de los presidentes del Gobierno que hemos tenido en los últimos 40 años, hoy nos encontramos con la ruptura total del orden constitucional en Cataluña y con las puertas abiertas para que, en función de cómo termine el follón catalán, haga lo mismo el gobierno vasco.

Resulta difícil comprender, a la vista de cómo está el patio catalán, que el presidente del Gobierno no haya puesto en práctica las medidas coercitivas que la vigente legislación permite, incluyendo la intervención directa del ejército (el art. 9 de la Constitución dice que el ejército tiene la misión de defender la integridad territorial y el ordenamiento constitucional), durante el tiempo que sea necesario para poner a disposición de los tribunales de justicia a los altos cargos que están actuando impunemente al margen de la ley. Como decía Unamuno en su ensayo titulado La Patria y el Ejército (1906), «El hecho de que el Estado Español envíe al ejército para evitar que en Cataluña y en el País Vasco triunfe la independencia de esas regiones por negarse las autoridades allí constituidas a aceptar el orden constitucional, no es incompatible con que se garantice la libertad de expresión para que cualquiera pueda cuestionar la estructura territorial de la nación. Sería funestísimo para el porvenir de España que se pretenda hacer, de un modo o de otro, indiscutible la Patria».

Esas medidas se necesitan ya, pero no creo que hoy sirvan para garantizar la unidad de la nación española. Solo se podrá garantizar si existe una mayoría suficiente de partidos que estén dispuestos a elaborar una nueva carta constitucional que devuelva las competencias de educación, política penitenciaria, medios de comunicación públicos y las actuales fuerzas policiales regionales al gobierno central y, por supuesto, que garantice la obligación de usar la lengua común de todos los españoles en las administraciones públicas de cada región. Obviamente, después, el pueblo español tendría que refrendarla con su voto.

*Catedrático jubilado de la Universidad de Zaragoza