Artistas e intelectuales, sobre todo en femenino plural, cosechan escuálidos frutos en su trayectoria profesional, especialmente en cuanto a remuneraciones materiales se refiere. Tan solo unos escasísimos privilegiados paladean el derecho consustancial de todo trabajador a vivir con los rendimientos de su laboriosidad, a pesar de que no faltan intermediarios que consiguen detraer unos beneficios que se les niegan a los creadores.

No vivimos buenos tiempos para los derechos de autor. A pesar de que la palabra Cultura, colmada de halagos y aureolas, anda de boca en boca y suele escribirse con mayúscula, su espinoso devenir está amenazado de muerte por inanición. Y, sin embargo, todavía subsisten espíritus selectos cuya luz prevalece en un mundo de tinieblas. Como Ana María Navales, prolífica escritora e investigadora que llegó a abordar numerosos géneros literarios a lo largo de una vida siempre jalonada por más honra que barcos. No le faltaron reconocimientos, ciertamente, pero muchos menos de los que su ingente trabajo merecía. Ana María, premio de las Letras Aragonesas 2001, codirectora de Turia y fundadora de la revista Albaida y del periódico Worter; doctora y profesora de literatura hispanoamericana en la Universidad de Zaragoza, ha dado nombre a una desconocida calle de nuestra ciudad, buena muestra de la cicatería reinante en los altos círculos donde se toman algunas decisiones trascendentales. Sin embargo, la Universidad de Zaragoza va a recibir más de cinco mil tomos que la insigne escritora guardaba en su biblioteca, muchos de ellos relativos a Virginia Woolf, amiga íntima en la estela de lo inmortal. Una gratitud y entrega por parte de Ana María, no siempre correspondida. Escritora