Craso error es la generalización a todo un colectivo de los errores cometidos por solo una mínima parte del mismo. Así, no debiéramos extrapolar de forma irresponsable el significado de ciertos datos cuyo dramatismo tiende a provocar una reacción exagerada de rechazo, muy lejos por lo demás de justificar la típica exculpación corporativa de errores y transgresiones.

Cuando lo que está en juego es la subsistencia satisfactoria de nuestros mayores en residencias, un coronavirus surgido de las sombras ha puesto de manifiesto la terrorífica realidad que padecían unos ancianos, apilados en centros que más bien semejaban pudrideros, a la espera de su definitivo destino en el camposanto. Esos hombres, que soportaron una dura posguerra y luego levantaron el país, que derrocharon toda su energía juvenil para que sus hijos, y sobre todo sus hijas, tan postergadas entonces en la escala social, recibieran el magnífico legado de una economía del bienestar que ellos apenas pudieron disfrutar, ahora los descubrimos desahuciados en un lamentable hacinamiento, cuando no ya cadáveres abandonados.

Pero todo ello no debería llevarnos a pensar que el luctuoso panorama revelado en algunas residencias a la luz de la lucha contra la pandemia, haya de ser una fatalidad ineludible. Existen centros donde los mayores están realmente cuidados en unas instalaciones dignas y, sobre todo, merced a un personal competente, entregado, con vocación de servicio y convencido del valor de lo que hace. Estos días hemos sabido de algún caso, como el Hogar Santo Ángel en Alcañiz, cuyas trabajadoras decidieron permanecer en cuarentena junto a los residentes. Por fortuna, no se trata de algo excepcional, sino más bien de la norma. De una norma que ampara los últimos días de nuestros mayores, tan castigados por el covid-19.