Si a Juan Carlos le tocó lidiar primero con los dictadores y después con los demócratas --o al revés, según se mire-- a su sucesor en el trono, Felipe VI, el primer adversario que le ha salido ha sido su familia: las cacerías de uno y las corruptelas de otros. La decisión del juez Castro de sentar en el banquillo de los acusados a la infanta Cristina dentro del caso Urdangarin lastró la imagen de la Monarquía --de la que ella sigue en la línea sucesoria-- solo dos días antes del mensaje de Nochebuena de su hermano. Así, su primer discurso navideño, convertido en una suerte de reválida de su proclamación --a falta de un referéndum--, se trocó en una encerrona donde la corrupción era de nuevo, en un clima social marcado por el mayor nivel conocido de políticos imputados y en prisión de nuestra historia y de nuestros alrededores, un tema obligado. El rey solo tenía por tanto dos opciones: encararlo en primera persona, asumiendo directamente al descrédito que este había supuesto para su institución y anunciando medidas, o abordarlo al estilo de Rajoy, es decir, como si este no fuera un problema suyo, sino ajeno. Finalmente, el Rey apostó por esta última y sus palabras, pese a tener un tono más entusiasta, directo y fresco que las de su padre; y pese a pronunciarlas en un escenario más moderno y abierto a esa regeneración que proponía, se perdieron en el vacío calculado de la enajenación. Así, el Rey, que apeló en su discurso a "cortar la corrupción de raíz, sin contemplaciones", la miró al mismo tiempo de soslayo, como si no la conociera, pese a su evidente vínculo familiar e institucional. Y la excusa de que el mensaje ya había sido grabado es eso, una excusa de mal pagador.

Periodista y profesor