La inteligencia artificial se ha convertido en una de las disciplinas científicas de mayor esperanza y controversia por sus avances en el conocimiento y por su amoralidad. En el fondo, su desarrollo aspiraría a ser como el de la naturaleza, ni ético ni moral, simplemente consecuente.

Sobre esta tesis, más una kantiana concepción del tiempo, ensaya el director de cine Luc Besson su particular teoría en Lucy, película más de ficción que de ciencia--ficción, plagada de efectos especiales y sustentada sobre las interpretaciones de Scarlett Johansson y Morgan Freeman.

El argumento de Lucy, muy original, arranca del hecho de que el ser humano todavía no ha aprendido a utilizar más allá del diez por ciento de las posibilidades de su cerebro. Tal limitación hace que en la película nos planteemos nuevas preguntas y nuevas fronteras (¿cómo será el hombre cuando emplee el 20, 40, 80, 100% de su capacidad), pero la pirotécnica resolución, a base de efectos superfluos, nos hace olvidar la tesis motora del film, esa emulación, cada vez menos imposible, entre la inteligencia del hombre --la natural y la artificial--, y la de las fuerzas creadoras del universo.

Más profunda me ha parecido la nueva novela de E. L. Doctorow, "El cerebro de Andrew".

En ella, el extraordinario escritor norteamericano, Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza y eterno nominado al Nobel de Literatura, desgrana con su habitual talento la historia de un psiquiatra enfrentado a a sus percepciones y fantasmas.

El argumento profundiza en los límites de la percepción cerebral, del juicio racional y del libre albedrío (¿realmente existe?), especulando sobre la capacidad humana para generar nuevos conceptos, incluido el de reiventarse a sí misma o dotarse de un alma. La capacidad de simulación de nuestro cerebro diluye los contornos de la personalidad, tal como la veníamos entendiendo, sembrando el futuro de dudas.

Conciencia, inteligencia, razón, religión... Entre estas cuatro delicuescentes paredes, la novela de Doctorow lucha por descubrir un espacio abierto, encontrándolo finalmente por medio del humor.

La sátira final hará que este intenso y medular relato se desvanezca en nuestra manos con una sonrisa, que no es lo peor que se puede decir de una novela no tan de culto como, simplemente, culta.