Se ha puesto de moda entre algunos jóvenes colgar carteles en los que se asegura que Franco no ha muerto, que solo está dormido. No puedo más que reírme, sobre todo porque no entienden que el dictador, del que tanto abominan de oídas, fue mucho más cruel y mezquino de lo que son capaces de imaginar. Estos días está en Zaragoza la escritora Almudena Grandes. Lean sus libros y sabrán que la represión no fue solo cosa de brutalidad policial. Fue más sutil, más insidiosa. De un día para otro, maestros, médicos, funcionarios públicos que habían sido afines a la República, ya no eran nada. Sus títulos se habían anulado por decreto. Mujeres que habían vislumbrado un futuro en profesiones liberales volvieron a casa convertidas en ciudadanas de segunda. Triunfaba la prepotencia, las clases sociales del antiguo régimen, el dinero limpio o sucio, daba igual. La iglesia más casposa marcaba costumbres medievales, con penas para el adulterio, con mujeres veladas en las iglesias, con marcas escarlata para los pecadores. No fue solo cuestión de presos políticos, de torturas o de persecución policial, que también: fue la inmersión de todo un país durante cuarenta años en un talibanismo del que España consiguió recuperarse cuando Franco murió en un tiempo portentoso, como si todo hubiera sido un mal sueño.

Ahora, estómagos agradecidos, críos que viven en una de las regiones más libres y ricas de España, cuelgan en sus dormitorios carteles asegurando que Franco no ha muerto. ¿Qué se les puede decir? Que lean. Es la última esperanza que nos queda. H *Periodista