Leo con verdadero pasmo, por no decir con indignación, la última obra de Stanley G. Payne «La revolución española 1936-1939. Estudio sobre la singularidad de la guerra civil».

En sus páginas, pobremente escritas, este caballero norteamericano, catedrático emérito de la Universidad de Wisconsin, Gran Cruz de Isabel la Católica o doctor honoris causa por la Universidad Juan Carlos I consigue reunir una insólita cantidad de disparates sobre nuestra historia, una verdadera orgía de tesis tan personales como inconsistentes, pero que, como buen fanático, se esfuerza en probar, aunque sea a martillazos.

Según el hispanista, o hispalisto, Payne, la Segunda República fue un fiasco por culpa de los políticos de izquierdas.

Largo Caballero, a su entender, no era más que un agitador callejero. El presidente del Gobierno, Manuel Azaña, poco más que el Kerenski español, y el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, un enfermo de narcisismo dipuesto a arrebatar a toda costa el centro político a Alejandro Lerroux.

En cambio, enfrente, al frente de la CEDA, José María Gil Robles fue un modelo de gobernante moderado y constitucional, respetuoso con los protocolos democráticos y enemigo de toda violencia.

De la cual, y tras pasar de puntillas Payne por los pistoleros falangistas, fueron absolutas partidarias las fuerzas de izquierda, y no una ni dos, sino todas ellas al alimón. Comenzando por los socialistas de Indalecio Prieto, a quienes Payne inculpa de haber traicionado a Azaña, a la República y a sus propios ideales.

En un alarde de sectarismo, Payne acaba poco menos que justificando la acción de Franco, el llamado Levantamiento Nacional, como una consecuencia lógica contra el clima revolucionario y de insurrección provocado por republicanos, socialistas, comunistas, anarquistas y sus aliados soviéticos.

Que una firma o un firma como el demérito Stanley G Payne sea venerado y premiado en España, que se le cuelgen medallas y rindan pleitesías habla muy poco en favor de nuestra cultura, incapaz de identificarse e impedir manipulaciones e ingerencias urdidas por supuestos intelectuales angloparlantes.

O ni siquiera supuestos.