«No sé por qué no estamos desesperados», decía François Mauriac en un alarde de sentido común. Ni yo. No sé si forma parte de nuestra grandeza o si lo que pasa es que no tenemos solución. A pesar de tantas cosas, basta dar un paseo o reunirte con algún amigo al que hace tiempo no veías, disfrutar de un sábado soleado y pacífico, hojear un libro, pararte en la ventana mirando hacia la noche y encontrarla atractiva y misteriosa como una adolescente, ver una película, acariciar la frente de tu hijo... dejar de querer controlarlo todo, porque todo funciona sin ti, o incluso a pesar de ti. Y entonces te sientes en paz pero sabes que no durará mucho. Tarde o temprano volverá la ansiedad y echarás de menos las mismas cosas precisas o imprecisas. Y el telediario te borrará esa sonrisa angelical.

Pero, aun sabiendo todo eso, últimamente quiero pensar en cosas agradables -es mi forma de resistencia-, así que ayer por la tarde me di al chocolate. Quizá les parezca asunto sin importancia. Pues no. Poco hemos agradecido a quien nos lo trajo tantos momentos de placer. Seguro que muchos de ustedes no le ponen ni nombre. Muy mal: Fue un tal Jerónimo de Aguilar, un monje aragonés que, embarcado en la expedición de Núñez de Balboa, acabó en Yucatán tras un naufragio y descubrió allí la bebida de los Mayas. Rescatado años después por Hernán Cortés, Fray Jerónimo envió la materia prima y la receta al abad del Monasterio de Piedra. En esa cocina zaragozana la orden del Císter preparó la primera taza de chocolate europea. El resto es historia y, para algunas, perdición. Dicen que es un sustituto del sexo, pero yo nunca he entendido por qué hay que sustituir nada. En los momentos de crisis, la felicidad puede ser cuestión de Estado. Sursum corda, hermanos, a pesar de Mauriac. A pesar de todo.

*Fílóloga y escritora