Las personas suelen tratar los problemas colectivos como si fueran la responsabilidad de otros. El psicólogo norteamericano Daniel Goleman , impulsor de la llamada inteligencia emocional, describía con esta frase la dificultad que tenemos los humanos para asumir conductas individuales ante retos comunes. Nos gusta mandar y somos relativamente obedientes. Lo primero nos aporta la satisfacción de sentir el poder sobre los demás. Nos resulta complicado, y costoso, reafirmar nuestra personalidad con nuestros valores, conocimientos y comportamientos. Pero es más sencillo hacerlo sobre los otros, frente a los otros o contra los demás, gracias a una autoridad, real o supuesta, que nos han dado o nos hemos otorgado. Por lo que respecta a la obediencia compartimos una tendencia sadomasoquista en nuestra conducta.

Fueron muy reveladores los experimentos desarrollados en los años sesenta del pasado siglo por Stanley Milgram , psicólogo de la Universidad de Yale. Pidió a unos sujetos que actuaran como maestros y a otros como alumnos que responderían a las preguntas de los primeros. Su respectivo papel se escogió, supuestamente, al azar. Tras los fallos, quienes ejercían de profesores debían aplicar descargas eléctricas a los torpes que erraban, pero estaban en otra habitación y con quienes se comunicaban por un interfono. La intensidad del voltaje se iba incrementando hasta niveles peligrosos para la propia salud de los que recibían los castigos. En realidad los supuestos alumnos eran cómplices del investigador y se trataba de analizar hasta qué punto quienes ejercían los castigos (los auténticos sujetos experimentales) obedecían las órdenes para cumplir con el estudio. No hay que decir que las descargas eran tan falsas como los angustiantes gritos de dolor que escuchaban, aterrorizados, quienes supuestamente las aplicaban. Todo ello lo hacían bajo las órdenes del psicólogo que controlaba el estudio y que permanecía impasible bajo su bata blanca llena de autoridad.

Los resultados, que se han replicado en experiencias posteriores, demostraron que un 65% de los sujetos aplicaron el voltaje máximo de 450 voltios de descarga eléctrica. Si bien es cierto que algunos mostraron incomodidad por el malestar que causaban. Es más, ningún participante paró en el nivel de los 300 voltios, límite en el que el «alumno» dejaba de dar señales de vida. Este experimento hoy estaría al margen de la ética científica. Pero las conclusiones que nos ha dejado siguen siendo inquietantes respecto a la naturaleza humana con respecto a su propia especie. De ahí que sea difícil que asumamos comportamientos como recomendaciones. Preferimos que nos obliguen a cumplirlos. No debemos olvidar que la responsabilidad implica esfuerzo. La obligación tiene la amenaza de la pena para cumplir lo que nos digan. Es más fácil ejecutar órdenes que asumir una conducta adecuada bajo nuestro criterio. Resulta más sencillo ser, y buscar, culpables que responsables. La responsabilidad es un valor de los demás que se deposita en el prójimo. Se diluye en el conjunto y así no es necesario aplicarla a nuestro ser. Es la dificultad personal y cultural que tiene nuestra sociedad para seguir las recomendaciones que nos dan, de todo tipo.

La actualidad no se despega de la pandemia. Ni viceversa. La desorientación nos persigue en agosto tanto como el virus. Nos cuesta medir el tiempo porque estamos en un bucle de continuidad que, paradójicamente, impide agarrarse a las señales de inicio y meta del transcurso de nuestra vida. Antes, el verano comenzaba al terminar el curso escolar, se cogían vacaciones o salíamos de terrazas y finalizaba la Liga de fútbol. Nada de esto es igual en el tiempo cronológico actual. Lo peor es que el inicio de la nueva normalidad se difumina con los recuerdos contagiosos del viejo confinamiento. La actualidad política sí que sigue la vetusta anormalidad. Aunque la bronca se libra entre las derechas. La moción de censura anunciada por Abascal amargó a Casado el pleno del Congreso esta semana. Una iniciativa, que en realidad va contra el PP, para demostrar quién tiene los complejos más grandes. Los problemas se le acumulan a los populares gracias a la colaboración de Ayuso . Le sonaba la idea de sus antecesores sobre las cartillas de racionamiento, pero debió entender confinamiento. Su intención de implantar una distinguida tarjeta Covip no tiene sentido sanitario ni social. Incluso el exclusivo barrio de Salamanca ha pedido una versión oro para diferenciarla de la que tenga el personal al servicio de sus cacerolas. A Torra le ha gustado la idea y quiere hacer una versión de tarjeta Cobid para recordar a la mascota de Barcelona 92. A su vez, el conflicto de Feijóo con Madrid contagia la popular guerra del virus al fútbol. Al Depor le está costando soltar a sus rehenes fuenlabreños, hasta que no paguen el rescate de su plaza en Segunda y salgan con las botas en alto. En Aragón el Gobierno ha celebrado su primer año de magia Javi Potter . Lástima que haya estropeado la celebración rememorando la metedura de lengua de la dimitida Pilar Ventura . Esperemos que la rectificación del presidente sea mejor asumida por el personal de las residencias que como fue respondida por el sanitario, entre quienes por cierto estaba la actual consejera. Mucha Karma. H