Todo llega, todo tiene remedio. Y así llegó el día tan esperado por los peques de salir a la calle, muy a pesar de que algunos mostraban cierto temor de abandonar el estrecho reducto de la vivienda familiar, quizá tras escuchar continuas advertencias sobre el riesgo que implicaba la presencia afuera de un peligroso bicho; tal vez, también porque muchos, en especial los de menor edad, han descubierto las bondades de la vida hogareña y una inusitada convivencia con sus padres. Para los niños se hace difícil distinguir entre ficción y realidad; es obligación de sus progenitores hablar mucho con ellos, eludiendo el peligro de la sobreprotección que se esconde tras una comprensible y respetable prudencia. Sin embargo, incluso los mas tímidos acogieron enseguida con manifiesta alegría la oportunidad brindada de escapar durante unos minutos del opresivo confinamiento. Y la fiesta inundó avenidas y parques con un risueño bullicio; también acompañado de algún que otro exceso y las subsiguientes amenazas de reprimir la recién adquirida libertad. ¿Cuándo llegará el turno de quienes no somos niños? Poco a poco, muy despacio, reconquistaremos mínimos pero importantes espacios que tanto añoramos y necesitamos. Siempre con la amenaza de regresión, siempre bajo una espada de Damocles que pretende cancelar hábitos arraigados y prácticas que hasta hace pocas semanas considerábamos lo más natural del mundo; derechos incuestionables que tanto hemos vuelto a apreciar cuando un ente diminuto se ha obstinado en borrarlos. En tanto esta pesadilla finalice, algo habremos aprendido: la suprema lección de apreciar las pequeñas cosas de la vida cotidiana que pasaban desapercibidas y que constituyen la sal de la vida. Ahí se esconde realmente la felicidad, algo que en vano buscamos donde nunca está.

*Escritora