Sobre la revolución de la mujer, a la que asistimos pacíficamente, se ha desportillado la violencia de género, el resabio criminal del macho desubicado. Veinticuatro mujeres, veinticuatro rosas rojas, han perdido la vida en lo que va de año víctima de la agresión de sus parejas, novios, exnovios, maridos, amantes. Una tragedia.

Con esta clase de crímenes, como con otros, la prensa nunca sabe muy bien si indirectamente contribuye a alimentar la psicopatía de otros asesinos potenciales, o éticamente se limita a informar. Los americanos dan por empírico que un asesino en serie, mediáticamente atendido por buena parte del país, generará un sucesor, un imitador o heredero de sus quince minutos y disparos de gloria. En España, por suerte, no abundan los asesinos en serie, pero no hay semana en que un ciudadano perturbado coja la pistola o el cuchillo y siegue la vida de una mujer, de una rosa.

Las autoridades, las instituciones, los gobiernos autónomos han reforzado su política de prevención y represión de la violencia de género, pero todavía no han conseguido atajarla. Las cifras de denuncias por malos tratos y, lo que es peor, la estadística criminal, se mantienen estables año tras año. Los servicios de acogida y consulta, la ayuda psicológica, la protección personal y el progresivo endurecimiento de las sentencias judiciales han contribuido, hasta cierto punto, a cercar el problema, pero el factor humano, el arrebato sádico, la crueldad súbita, los celos, la venganza o el odio permanecen larvados bajo la resquebrajada superficie de las parejas deshechas, y cuando al fin estallan el resultado suele ser devastador.

En el fondo de este amargo problema subyace la raíz perversa y racial del machismo español, traducido en el abuso de autoridad doméstica, en la degradación estéril y despótica del prototipo narcisista que arrastramos desde hace siglos, y que cobró su más grotesca faz bajo la égida de los bigotillos del Generalísimo. Ese español achulado, pacato, ignorante, hipócrita y violento sigue hoy viviendo, con otra apariencia, entre nosotros. Y es a ese prototipo al que hay que desactivar.

El escritor e historiador José Luis Corral se refería la otra noche, en las veladas culturales del Tiro de Pichón, a la enorme ocultación que la historia, escrita por hombres, por los vencedores, ha hecho de la mujer. Hay épocas en que, documentalmente, en efecto, apenas existe. Sin embargo, los protocolos notariales del Reino de Aragón dan fe, ya en el siglo XV, de decenas de casos de malos tratos a mujeres de la época por parte de sus maridos o deudos. El problema, se ve, no es de hoy. La lacra viene de lejos. Seguramente, desde el principio de los tiempos. Corral deducía que lo peor no era el machismo inherente, implícito, sino su proyección como dominio social. Como estructura.

Que tengamos hoy, en el siglo XXI, que asistir cada tres o cuatro días a un crimen de esta naturaleza desarma muchos de nuestros argumentos de modernidad y progreso.

Los terroristas de género pueden llegar a hacer tambalearse nuestros cimientos más firmes.

*Escritor y periodista