Ni siquiera una pandemia que lo ha cambiado casi todo ha podido derribar el ahora consumado disparate del Brexit, un viaje a un pasado que no existe, un calentón democrático sentenciado hace cuatro años y ejecutado con la entrada de este año tan esperado. El retrovisor es un (mal) reflejo de la historia. Lo saben los británicos que ahora mayoritariamente se oponen a la salida, pero han decidido ejercitar un sano deporte anglosajón: pasar página.

Los mil veces anunciados costes saltan estos días de las pantallas a la realidad. Hasta el más feliz partidario de la separación tendrá que rascarse el bolsillo para exportar al resto de Europa (burocracia aduanera), pedir un visado para estudiar o trabajar en el resto de Europa o quizá cambiar de aires si su empresa se dedica a los servicios, un área prácticamente excluida del acuerdo.

Sin acuerdo, claro, todo sería peor. Pero con el texto alcanzado, un Brexit duro a petición británica, más pendiente del tamaño de la bandera que de la economía, con salida del mercado único y de la unión aduanera, se reducirán los vínculos comerciales, la cooperación de seguridad, investigación y de educación. El Erasmus es ya historia al otro lado del canal. La soberanía ganada con la separación podría sufrir un mordisco desde el norte. La mayoría de los escoceses votaron en contra del Brexit (62% / 38%) y ahora no están precisamente contentos con el Brexit duro que les ha regalado Boris Johnson por Navidad. Durante el pandémico 2020, el apoyo a la independencia en Escocia ha subido para rozar el 60%.

Otro referéndum en Escocia

Johnson pretende ignorar las peticiones de un nuevo referéndum en Escocia. El resultado de la consulta en el 2014 (55% / 45%), contraria a la ruptura con Reino Unido, debe dejar el asunto resuelto durante una generación, insiste Johnson. No está claro que la contención vaya a funcionar. La menguante popularidad del premier no ayuda; tampoco que haya elecciones en Escocia en mayo y el nacionalista SNP pueda arrasar bajo la promesa de celebrar un nuevo referéndum con el horizonte puesto en volver a la UE.

La situación en Irlanda del Norte -una región que también votó contra el Brexit (55% / 44%)- es más enigmática. Su estabilidad dependerá de cómo tome cuerpo el acuerdo con Bruselas, que deja a la región parcialmente dentro de la unión aduanera y el mercado interior, lo que generará controles para comerciar con el resto de Reino Unido.

A la UE tampoco le conviene el Brexit, ni siquiera este acuerdo. Se ha tratado desde el principio de minimizar el daño de la separación. Y se ha logrado sobre todo por la insólita unidad de los europeos. Los nuevos tiempos, impulsados también por el covid, han puesto el viento a favor de la UE.

El péndulo de la historia ha cambiado de lado desde el annus horribilis del referéndum. Trump ganó las elecciones poco después del susto británico. Marine Le Pen tuvo en vilo a Europa cuando disputó la segunda vuelta con Macron. El catastrofismo quedó bien reflejado en una portada de la revista Time que ha envejecido mal: La caída de Europa. Por qué el Brexit es solo el principio.

Crecida populista

Algunos de los problemas que originaron la crecida populista de la última década no se han solucionado, pero la mayoría de los europeos parecen haber asimilado que juntos estamos bastante mejor que separados. El Brexit será un golpe económico para la UE, pero también un pegamento político.

Es probable que sin el Brexit la esperanzadora respuesta europea a la crisis del coronavirus hubiera sido distinta. La creación de un presupuesto sin precedentes (750.000 millones) para luchar contra las cicatrices económicas del covid-19, financiado por la emisión de deuda conjunta europea, no hubiera tomado cuerpo con el Reino Unido dentro.

Como en cualquier separación, la vida debe seguir tras el adiós. Sin la tensión de las negociaciones, Reino Unido y la UE recuperarán poco a poco la confianza perdida. El acuerdo puede incorporar nuevas áreas en el futuro. La lucha contra el cambio climático, una prioridad para ambos, debería servir como punto de encuentro. Otros asuntos como la regulación de las grandes tecnológicas harán converger las agendas.