La muy genial, soberbia, despectiva, elitista y visionaria Virginia Woolf consignó en 'Una habitación propia', ensayo que acaba de reeditar Seix Barral, sus pensamientos en relación con las mujeres y el arte, con las mujeres y la literatura, con las mujeres y la historia.

Del implacable examen al que su ojo crítico sometió a las letras inglesas se salvarían Shakespeare, por su sensibilidad andrógina, y cuatro más, siendo objeto de su desdén la actitud a sus ojos machista de numerosos autores británicos, de Milton a Browning.

Woolf demuestra con suprema ironía cómo las condiciones sociales y económicas de las mujeres en la Inglaterra isabelina y hasta bien entrado el XIX impedían de todo punto desarrollar una carrera literaria. Ninguna de ellas tuvo nunca una habitación propia donde aislarse para trabajar ni un sustento económico que garantizase su independencia. Excepciones como Jane Austen, las hermanas Brönte o George Sand fueron, en efecto, prodigiosas o milagrosas salvedades a la regla imperante del poder varonil en las letras. De ellas destaca Virginia su asombrosa capacidad para aislarse de todos los elementos ambientales que perfectamente podrían confabularse para operar en su contra, desde su propia posición de inferioridad con respecto al hombre a la herencia literaria recibida, asimismo glorificadora de roles masculinos. Pero Jane, George, Emily y Charlotte supieron escuchar la voz de su interior, desprovista de todo apriorismo, rencor, culpa, para, simplemente, dejarla fluir y dejarse oír por los lectores (sobre todo, por las nuevas lectoras), desde los limpios corazones de novelistas que intentaban expresarse honestamente.

Algo que también intentó la propia Woolf a lo largo del primer tercio del siglo XX, consciente de que las mujeres seguían en inferioridad de condiciones, pero también de que el feminismo estaba logrando avances. Intransigente con el machismo, pero también, y hasta crueles extremos, con las autoras a las que juzgaba mediocres, la gran Virginia, a solas en su habitación propia, naufragaría entre las olas que derribaban sus muros contra la realidad, y sus propios juicios, enloqueciéndola en su líquido vaivén con la única certeza de estar diluyéndose en la música del lenguaje, del tiempo y las palabras…

Tenía razón.