La visita a Barcelona de Pedro Sánchez -relámpago, sin anunciar- fue noticia sobre todo por lo que no sucedió: el presidente del Gobierno en funciones pasó unas horas en la ciudad y no se vio con ningún dirigente político catalán, ni el president de la Generalitat, Quim Torra, ni la alcaldesa, Ada Colau, con la que sí conversó unos minutos por teléfono. Sánchez visitó a agentes del orden hospitalizados y vivió de primera mano la tensión que se vive en Cataluña: en el hospital de Sant Pau escuchó cánticos a favor de la libertad de los políticos presos. Es cierto que el diálogo político es imprescindible para buscar una salida a la grave crisis catalana, y que esta es mucho más que un asunto de desorden público y un problema de convivencia entre catalanes, que es como Sánchez la aborda. Pero también es verdad que el célebre «momentum» del que hablaba el independentismo antes de la sentencia del Tribunal Supremo pasaba por generar una situación de tensión que forzara al Gobierno a negociar con la Generalitat. Ningún Ejecutivo puede aceptar un diálogo de este tipo. En estos momentos no se dan las circunstancias para entablar un diálogo dentro de la legalidad y el marco constitucional, como ha defendido Sánchez desde que llegó a La Moncloa. Y menos aún si Torra no da el paso de condenar de forma inequívoca la violencia.

No cabe llamarse a engaño. Si alguien pensaba que la sentencia del TS no iba a tener influencia el 10-N, cometió un grave error. Cataluña es el tema principal de la campaña y debe ser uno de los principales asuntos de una legislatura en la que debe hacerse el esfuerzo de encauzar en términos políticos el conflicto. La derecha no necesita a Cataluña para gobernar; el PSOE, en cambio, sí, ya sea por los diputados del PSC, ya sea por posibles pactos poselectorales. Esto explica según qué discursos incendiarios, una tentación en la que no deben caer quienes han hecho bandera de la responsabilidad y la prudencia, más necesarias que nunca.