Las circunstancias no ayudan, pero los españoles tenemos que escribir hoy una de las páginas más brillantes de los últimos 25 años de democracia. Estamos obligados a no fallar ante las urnas, ya faltarán, desgraciadamente y contra su voluntad esfumada, los ciudadanos a los que un grupo de alimañas aniquiló el jueves en Madrid.

Sacudidos por el mazazo del 11-M, los españoles acudimos a votar conmocionados, sobrecogidos y, por lo que se respira en el ambiente, muchos lo harán indignados. Sobre las ocho de la tarde de ayer, minutos antes de que el ministro del Interior, Angel Acebes, diera cuenta de la detención de cinco personas relacionadas con movimientos extremistas islámicos, una cámara en pleno centro de Madrid recogía las discusiones entre los ciudadanos de la capital acerca de la gran cuestión nacional que autoría de los macabros atentados. Sin pedir turno, porque todos tenemos desgraciadamente vela en este entierro, los madrileños que aparecían en la pequeña pantalla se dividían al 50% entre quienes pensaban que la masacre era obra de la banda terrorista ETA y los que se inclinaban por la autoría de Al Qaeda. En un proceso casi mimético, quienes defendían la primera opción no criticaban al Gobierno y los que apuntaban a la banda de Bin Laden se mostraban molestos con el Ejecutivo y le reprochaban sus veleidades.

Así estaba el país hasta media tarde, confuso, a medio camino entre el aturdimiento por tantas y tantas imágenes de dolor y la desorientación por las contradictorias informaciones gubernamentales. Pero todo cambió con la comparecencia de Acebes para informar de la implicación de tres ciudadanos marroquís y dos indios con el atentado. La única vía de la investigación que ha arrojado alguna luz es la relacionada con las hordas criminales relacionadas con el fanatismo islámico y el matonismo internacional. Y esto es importante no por lo que suceda hoy en las urnas, como podrá pensar algún político con una visión alicorta y limitada de las consecuencias del 11-M. Lo es, sobre todo, porque los españoles queremos saber a qué riesgos nos enfrentamos, contra qué tipo de criminales tenemos que luchar y cómo lo vamos a hacer, si Europa ve el problema como suyo, gobierne quien gobierne mañana y durante los próximos cuatro años.

La reforzada hipótesis de Al Qaeda nos coloca en una situación radicalmente distinta, ante un terrorismo globalizado y radical, ése que los expertos llamaron hiperterrorismo tras la barbarie del 11-S en Nueva York y Washington. La confirmación de esta posibilidad, cada vez más evidente a juzgar por las pruebas y no sólo por los indicios que invitaban inicialmente a pensar en ETA y a los que se agarró el Gobierno como a un clavo ardiendo, nos coloca en el centro de un torbellino de ira y crea una enorme indefensión entre los ciudadanos, asolados ante una amenaza distinta. Temerosos por una nueva bestia sedienta de sangre que reparte pavor y genera odio.

El daño moral del terrorismo es el mismo venga de quien venga. No hay excusas, ni matices, ni perdón ante actos violentos de esta naturaleza. Ni por supuesto causa o ideal que lo justifique. Y en estos casos, el común denominador de nuestra reacción individual y colectiva debe estar presidido por la templanza, la confianza en el sistema, el rigor en el análisis de los hechos y la respuesta ante el problema. Pero ahí es donde radica la principal diferencia del caso, sea Bin Laden o Ternera quien esté detrás de una masacre. Incluso aunque se llegara a demostrar la teoría, hoy por hoy peregrina, de que los atentados del jueves fueran fruto de la colaboración entre grupos terroristas de aquí y allá.

La tesis de Al Qaeda, confirmada de madrugada con un vídeo, demuestra que somos vulnerables a un fanatismo de origen religioso pero cuyo objetivo es desestabilizar el orden mundial. Y España está en su punto de mira, bien por posibilismo de las células terroristas, bien por el papel que ha jugado tras los ataques a las torres gemelas del 2001, bien por ambas cuestiones. ¿Qué haremos ahora? De entrada, urge un reconocimiento del problema y un reagrupamiento de las fuerzas democráticas. Nadie debe sacar ventaja, ni provecho electoral. Y además hay que reflexionar para no cometer los errores ajenos. Que habrá que reforzar las medidas de seguridad colectivas es un hecho, pero sin tomar ejemplo americano. Tras el 11-S, en EEUU se extendió un fenómeno de paranoia colectiva que fue aprovechado por la retrógrada Administración Bush, con decisiones que mermaron los derechos civiles y las libertades a la par que se inició una enérgica respuesta exterior que casi tres años después se ha demostrado equivocada. Que no pase esto ni en España ni en Europa, porque la Unión no puede ser ajena al mazazo de Madrid. El 11-M es el 11-S europeo, aunque hoy no lo podamos o no lo queramos ver. El viejo continente ha entrado, de confirmarse la autoría de Al Qaeda, en un campo de batalla. Y que nadie olvide que dentro de tres meses tendremos otra cita con las urnas para renovar el Parlamento europeo, unas elecciones que tras el 11-M serán también más trascendentales que nunca.

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