El bicho salta de cuerpo en cuerpo libre de peajes éticos, políticos y religiosos. Sin atender si contagia a un príncipe o a un mendigo: a un proxeneta o a un santo varón. A un estalinista o a un fascista. No atiende a géneros aunque sí prioriza en su lista de víctimas. Lo único que le distingue de verdad es la ferocidad con la que ataca a los más indefensos, sobre todo a los ancianos. No hay vacunas aunque los zahorís científicos han emprendido una carrera meteórica para dar por la cura lo antes posible, y la mayoría de la ciudadanía responde con puntual civismo al confinamiento y a los consejos sanitarios de héroes de batas verdes y blancas. Con todo, el coronavirus continúa con su campaña imperialista, sometiendo territorios físicos y espirituales, disparando a la esperanza y amenazando con instalarse en nuestra cotidianidad en un futuro adulterado. El tiempo se ha detenido y, paradójicamente, pocas veces se aceleró tanto en la necesidad de ponerlo en la hora de la normalidad como hecho excepcional.

Con pasaporte universal y licencia para matar, el coronavirus ha conseguido que los países, después de un periodo de hipnótica soberbia y desinformación manipulada que aún está por depurar, vayan construyendo un muro común para proteger al ser humano sobre la primigenia defensa a ultranza de la economía. Los líderes, que saldrán muy perjudicados de este letal laberinto vírico tras visitar el desprecio y las dudas para afianzarse en el pánico, han comprendido que, por ahora, el único medicamento para contener la epidemia y estabilizar la curva es la reclusión masiva en el hogar. No hay duda sobre la necesidad del distanciamento social, salvo para Vox, una aldea insolidaria y transgresora con la civilización. El partido de Santiago Abascal percute sobre el desgate de un Gobierno condenado por sus errores, similares si no calcados a los de otras muchas naciones, y se ha negado a secundar la prórroga del estado de alarma. Es más, si lo considera oportuno, tocará a las puertas del Constitucional.

No le faltan razones para manifestar su descontento, que es el del pueblo, con una gestión pusilánime e improvisada de la pandemia. Pero en lugar de conceder la innegociable tregua que exige uno de los instantes más críticos de la historia de este planeta y que secundan sus propios votantes, mira por los intereses de su patria, que no es la España de José Manuel Soto o Bertín Osborne, ni la de los Tercios de Flandes ni tan siquiera la de la Legión del mutilado Millán-Astray. Esta ultraderecha bucea por otro tipo de cloacas, mucho más nauseabundas, las de un grupúsculo beneficiado por la democracia herida que le ha tendido la mano y que desprecia hasta la médula. Huyen del consenso, como siempre, como si la divina providencia y un Cid postizo, que no pasó de vulgar mercenario, guiaran el ignominioso misticismo de los actos de pobre heredero de la oxidada caja de herramientas del franquismo.

Su oportunismo, sin embargo, no hay que despreciarlo porque hay precedentes de su pujanza cuanto más profunda es la crisis. La sensibilidad de las multitudes, inquietas y agotadas, está a flor de piel, y por esa grieta que tan bien conocen y administran sobre todo en las tornadizas redes sociales, buscan su particular alianza con el coronavirus como arma distorsionante. El camino hacia la inmunidad física, cuanto más sinuoso es, nos muestra que el ser humano queda expuesto a otras pestes contra las que también deberá luchar reedificando las fronteras siempre abiertas al respeto y el pluralismo.