Llama la atención la falta de debate mediático sobre las elecciones europeas. La campañas de los partidos apenas se ocupan del tema y las declaraciones de quienes aspiran a ser eurodiputados no protagonizan muchos titulares y, en cambio, Europa es tan decisiva o más que la pugna por las alcaldías. Como si el gobierno continental aún fuera, tal como creímos durante años, algo lejano y desvinculado de nuestras vidas. Cuando todo iba bien, es decir, cuando vivíamos en la burbuja, no faltaban los electores que expresaban su nulo interés por las elecciones al Parlamento de la UE. Cuando llegó la crisis y Europa impuso a los países del sur unas medidas de austeridad salvajes, descubrimos que el circulito de estrellas sobre fondo azul y el himno de la alegría eran mucho más que los símbolos de una construcción solidaria y generosa que regaba con sus proyectos ríos de dinero que parecían manar del cielo.

Europa son las políticas económicas pero también son los principios democráticos sobre los que se sustenta. Europa es este muro de cemento líquido en el que se ha convertido el Mediterráneo. Nos escandalizan los proyectos racistas de Trump. Lloramos por los niños que son separados de sus madres en la frontera de México, pero no lloramos por los bebés ahogados en medio del mar. Que haya más extrema derecha que nunca aspirando a hacerse un sitio en el Parlamento europeo tendría que ser una de nuestras principales preocupaciones. Tendríamos que echarnos a temblar por si se puede organizar una alianza fascista dentro de los órganos de la UE. Pero no, no es este un tema de primera plana ni que abra telediarios. En cambio es lo que puede acabar de derrumbar un ideal que nació, precisamente, en contra de este conocido fantasma.

La de Europa es la estructura más grande sobre la que podemos decidir los ciudadanos. Que la dimensión de la cosa y su complejidad no nos hagan renunciar a este derecho fundamental.

*Escritora