Hay ocasiones, como la de ayer, en las que un empate sabe a victoria incluso después de haber contado con una ventaja de dos goles. En un encuentro entre un par de equipos que aún no han rubricado su permanencia en Primera se presuponen muchas cosas, pero en absoluto que vayan a ofrecer un espectáculo de primer nivel, un recreo para la vista desde diferentes y variadas perspectivas. El Real Zaragoza y el Racing cogieron una tarta de cinco pisos y se la repartieron: dos para ti, dos para mí y una para el público.

Aunque la afición local se marchó del estadio con el ceño algo fruncido porque vio la victoria muy cerca, en el paladar le quedó la dulzura de haber pasado una agradable tarde en el parque de atracciones. Precisamente en un escenario diseñado para Cani, quien salió en la segunda parte para subir con su magia a lo más alto de la montaña rusa en que se había convertido el partido y que se quedó paralizado por un vértigo incomprensible a estas alturas. Jonathan, otro niño revoltoso y juguetón, sí aprovechó el empujón de su entrenador y fue clave con su descaro y una brillante asistencia en el empate del equipo cántabro.

SIN PRESIONES Se notó enseguida que ambos conjuntos están sueltos, seguros de que su continuidad en la élite es cuestión de tres puntos más y que el periodo de sufrimiento yace varios metros bajo tierra. Con el ánimo limpio de presiones, y pese a que hubo un espacio para el tanteo y el tonteo con el balón sin propietario fijo, la cita se hizo una enorme bola de algodón de azúcar. El Real Zaragoza dio el primer bocado, un taconazo de Villa para Dani que el mediapunta tradujo en una carrera vertical, resuelta con un zurdazo a la escuadra de Ricardo. Era la culminación de una serie de ocasiones elaboradas que no habían encontrado el mismo premio. Como un centro de Pirri que Galletti cabeceó a las manos de Ricardo, u otro remate de Alvaro, quien picó la pelota como figura en los libros de estilo de navegación aérea, pero que se fue por encima del larguero. Sin olvidar un reverso de Villa en el punto de penalti emulando a Torpedo Muller que despejó casi sin querer la rótula del portero cedido por el Manchester.

El Racing se había hecho muy previsible en ataque, con una insistencia improductiva en el centro largo para Bodipo que Milito y Alvaro resolvían con comodidad. Sin embargo, esa manera de manejar el balón en la medular; esas galopadas eléctricas de Regueiro; esas apariciones de Javi Guerrero... Sobraba combinación en zonas intermedias y faltaba en la llegada, todo lo contrario que ocurría con un Zaragoza perfecto en defensa, diluido en el eje creativo por la constancia de Ponzio en aliearse con el enemigo, y matador en ataque, como manda Villa. El ariete puso rumbo al triunfo nada más arrancar la segunda mitad: sin marcaje alguno, enganchó como un jugador de cesta punta un rechace que caía del cielo.

Otro equipo habría mandado su esquela a los periódicos deportivos para publicarla hoy lunes. El Racing no, y mucho menos su técnico, Lucas Alcaraz. Se animaron con el reto y primero acortaron distancias pese a que Láinez se lo había negado con un zarpazo que resultó tristemente inútil. César apuró otra de sus vidas de gato en un testarazo de Regueiro. Era cuestión de tiempo que el Racing, dueño y señor del encuentro, hallara una respuesta positiva a su exquisitez, anclada por lo general en el fuera de juego, y llegó a la hora de los cambios. Por un lado aparecieron Cani y Generelo, y por el otro, Jonathan y Benayoun. No hubo color.

Con un perfil de triángulo mágico, los cántabros fueron erosionando a un rival chato que se dedicó a administrar su ventaja, muy mareado en la noria que hacía girar el Racing con profundidad, toque y la picardía de Jonathan. Una pared pintada en la media luna entre el chico y Morán hizo justicia en el marcador. Ganó el fútbol, el del Zaragoza y el del Racing, en un partido apasionado porque son dos equipos que ya no viajan en el tren de la bruja .