Las lágrimas de Javier Paredes en su rueda de prensa de despedida no eran de cocodrilo. Era el llanto del hombre, de la persona que ha estado feliz casi siete años en el mismo puesto de trabajo, que deja atrás contra su voluntad una parte importante de su vida deportiva, gracias a la cual ha ganado muchísimo más dinero del merecido, y que en este camino ha hecho cientos de amigos. Es de bien nacidos desearle a Paredes la máxima felicidad personal y profesional en adelante, pero su tiempo como jugador del Real Zaragoza había caducado hacía ya bastante tiempo.

Ha sido ahora, por las bravas, cuando se ha escrito el epílogo de su historia. El balance de estos años no es para estar orgulloso. Llegó en el 2007 con una buena expectativa y se marcha en el 2014 con un rendimiento muy bajo como bagaje. Ha estado aquí más tiempo del que debería haber estado.