Clac, clac, clac, clac. Las ráfagas de disparos de las cámaras fotográficas rompen la plácida monotonía de la selva impenetrable de Bwindi, en Uganda. La imagen de Bahati, que significa el afortunado, un colosal ejemplar macho de gorila de montaña (Gorilla beringei beringei), refulge entre el espesor arbóreo. El grupo de turistas ha caminado durante más de dos horas, serpenteando las empinadas laderas del bosque húmedo de montaña, a unos 2.100 metros de altitud, antes de encontrarse cara a cara con el ser vivo que inspiró el mito de King Kong. Sentado en el suelo y distraído, su espalda de pelaje blanco reposa en el tronco de un árbol. Ajeno a la excitación que está provocando entre los visitantes, el espalda plateada aplasta y mastica hojas, mientras sus 240 kilos de puro músculo no muestran el menor signo de tensión.

«Intenten evitar el contacto visual, bajen la mirada si el gorila les mira directamente a los ojos», ruega uno de los rastreadores mientras aparta arbustos y ramas para mejorar el tiro de las cámaras. Utiliza su machete, una tremenda hoja de acero afilada rematada en una empuñadora de madera. Es la misma arma que utilizaron los cazadores furtivos para acabar con la vida de la primatóloga estadounidense Dian Fossey en Ruanda, en 1985. Ella fue la primera defensora de estos grandes simios y la impulsora de los proyectos para su conservación en África Oriental. La fundación que lleva su nombre empezó a trabajar para la preservación y conservación de los gorilas.

De repente, la maleza cruje al ser pisada, y todos aguantan la respiración. Bahati se incorpora y asciende majestuosamente por el tronco, para terminar afianzándose entre dos ramas gruesas. Desde lo alto del árbol, observa sus dominios, en la región de Nkuringo (Uganda). Un territorio cada vez más amenazado por la deforestación y la creciente presión de los campos de cultivo cercanos. No es el único caso. En algunos países donde hay presencia de gorilas, como en Ruanda, su hábitat no supera los 480 kilómetros cuadrados, una extensión similar a la de la ciudad de Nueva York.

RUANDA, UGANDA Y CONGO

En la actualidad quedan 1.000 gorilas de montaña en todo el mundo, según el último informe de la Fundación Internacional Dian Fossey. Lejos queda ya aquel fatídico año 1977, cuando la subespecie estuvo al borde de la extinción, con tan solo 250 individuos en libertad. Ahora existen dos poblaciones, una en el macizo de Virunga (territorio compartido por Ruanda, Uganda y la República Democrática del Congo), que cuenta con 604 individuos (según el último recuento del censo del 2016). La segunda se encuentra en el Bosque Impenetrable de Bwindi en Uganda, con más de 400 ejemplares (según datos del 2011). Por primera vez desde hace 30 años se ha logrado sobrepasar el millar de ejemplares.

«El aumento no se debe a que haya habido más alumbramientos de lo normal, sino a que los gorilas están siendo protegidos de peligros como trampas y furtivos, nuestro objetivo es erradicar la caza ilegal», apunta Wilber Tumwesigye, guía y guardabosques de la Autoridad Ugandesa para la Vida Salvaje (UWA).

La situación oficial de la subespecie acaba de ser reevaluada, y ha pasado de «en peligro crítico de extinción», el nivel más alto de amenaza, a «en peligro de extinción», un nivel ligeramente inferior. «Nosotros estamos con las botas en el terreno 365 días al año», recalca Veronica Vecellio, asesora sénior para el programa Gorilas, de la Fundación Internacional Dian Fossey.

En el centro de investigación Karisoke, en Musanze (Ruanda), la fundación cuenta con 70 rastreadores y da formación a biólogos ruandeses y congoleños para intensificar las medidas de conservación. «Damos a los gorilas protección directa estando físicamente en el bosque con ellos cada día, recogiendo información sobre su comportamiento y su salud», se enorgullece Vecellio. Uno de los principales peligros es el contagio de enfermedades que pueden transmitirles las personas, ya que su sistema inmunológico es más débil.

TRAS LAS HUELLAS DE BAHATI

Dos ojos curiosos envueltos en una pequeña maraña de pelo negro escrutan a los visitantes desde el regazo de su madre. La cría se retuerce y juega al escondite con la ayuda de hojas y ramas. Mientras, los rayos de luz se cuelan entre la exuberancia de la vegetación, iluminando al resto de las hembras que se encuentran acomodadas sobre la hierba, muy cerca unas de otras. Sus rostros son perturbadoramente humanos. «En la actualidad el núcleo familiar se compone de un macho, tres hembras y una cría, son los Bushaho, que en la lengua local significa monedero. Se les ha bautizado así porque su territorio es muy rico, además porque la visita de los turistas da dinero a las comunidades locales», asegura Wilber Tumwesigye, de la UWA.

El rastreo de gorilas con fin turístico ha contribuido a financiar una parte de los proyectos de recuperación de la población de estos primates y también ha repercutido positivamente en el progreso de las aldeas cercanas a las zonas protegidas. «El 20% del coste de la entrada al Parque Nacional de Bwindi se destina al desarrollo de las comunidades locales, como construir escuelas, y también a microcréditos», destaca Wilber.

En el bosque de Bwindi (Uganda), Bahati indica con un chasquido agudo a los suyos que ha llegado la hora de abandonar el lugar en busca de comida. En pocos segundos los miembros de la familia Bushaho desaparecen, como sombras, tras la espesura de la selva, dejando en la mente de los visitantes la sensación de haber recibido el mayor regalo: verlos en libertad. «Por favor, seguid apoyándonos para que los gorilas sigan existiendo», implora Wilber de la UWA. ¡Larga vida a King Kong!