El pasado septiembre falleció el inspector de Educación Aníbal Sanromán Villaescuerna, como consecuencia de un traicionero cáncer de pulmón. Ejerció su trabajo en Zaragoza, en una época en la que para ser inspector de educación era necesario haber trabajado como maestro, haber obtenido la licenciatura en Pedagogía y superar un concurso-oposición durísimo a escala nacional. En los tiempos de la dictadura franquista, los inspectores de educación tenían mucho más poder que ahora y, por lo tanto, tenían la posibilidad de expedientar fácilmente a los maestros por cuestiones nimias. A lo largo de mi larga carrera docente he conocido a algunos inspectores que entendían su labor como perros de presa contra el magisterio. Sin embargo, Aníbal no era de esa calaña. Él dedicó toda su vida profesional a apoyarles, a aconsejarles y a hacer cuanto estaba en sus manos para mejorar la calidad de la enseñanza pública española, hasta que los cargos políticos se lo impidieron.

Con la llegada al poder del partido socialista, en el año 1982, el cuerpo de inspectores de educación sufrió un gran cambio. Entró una gran hornada de jóvenes inspectores sin exigirles que fueran expertos en Ciencias de la Educación, lo cual motivó que el prestigio de ese importante cuerpo descendiera. Otro efecto de ese cambio fue que los viejos inspectores quedaron relegados, lo cual dio lugar a fuertes enfrentamientos de esos funcionarios con los políticos que controlaban las delegaciones provinciales de educación. Obviamente, Aníbal sufrió en sus carnes ese escarnio, pero a diferencia de otros colegas siempre llevó a cabo las nuevas funciones que le fueron asignadas procurando evitar que su lógico malestar se tradujera en deterioro de la enseñanza pública.

El profesor Antonio Bernat, catedrático de Pedagogía en la Escuela Universitaria del Profesorado de Zaragoza, y yo mismo, entonces profesor agregado de Pedagogía en dicho centro universitario, intentamos que el saber, la humildad y la experiencia de Aníbal Sanromán no se malgastaran en las tareas burocráticas que sus superiores políticos le asignaban. Para ello, le convencimos para que aceptara una plaza de profesor de Pedagogía en esa Escuela Universitaria. Nos costó mucho trabajo convencerlo, pero al final aceptó con una sola condición: que sus superiores le permitieran simultanear ese puesto con su labor inspectora, cosa que felizmente sucedió. Recuerdo perfectamente el argumento que nos daba para no pedir la excedencia como inspector de educación: "No puedo dejar tirados a los maestros y maestras que han confiado en mí, a los que aconsejé y orienté como mejor pude siempre que me lo solicitaban". Descansa en paz, amigo y colega.