Anthony Johnson trabajaba de cocinero en un hotel de la costa de Carolina del Norte hasta que fue arrestado por robar una cartera en una de las habitaciones. Según el fiscal, Johnson despertó a los dos golfistas mientras les birlaba la cartera y se hizo pasar por guarda de seguridad para huir del hotel. La policía lo arrestó poco después al pagar un desayuno con la tarjeta de crédito robada. Tenía 44 años y, durante el juicio, optó por defenderse a sí mismo sin tener la más mínima formación legal. Lo pagó muy caro. Al ser reincidente --tenía dos condenas previas por robo sin violencia--, el juez lo sentenció a morir en la cárcel.

El suyo está lejos de ser un caso aislado. Según un estudio de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), 3.278 estadounidenses languidecen en las prisiones de todo el país condenados a cadena perpetua y sin derecho a la libertad condicional por delitos no violentos de drogas (78%) y contra la propiedad (22%). Sentencias a todas luces desproporcionadas para los delitos cometidos. Delitos como la posesión de 32 gramos de marihuana o la distribución de varias papelinas de LSD en un concierto de Grateful Dead, el robo de una chaqueta de 159 dólares en unos grandes almacenes o la venta de herramientas robadas. Algunos eran reincidentes, otros no tenían antecedentes penales.

Estos castigos draconianos son el legado de las políticas de "dureza contra el crimen" y la Guerra contra las drogas lanzadas desde mediados de los 70 en Estados Unidos, después de que el crimen repuntara la década anterior. La aparición del crack a inicios de los 80 agudizó la histeria social y dio pie a que se fueran consolidando en el código penal las llamadas sentencias mínimas obligatorias y las leyes para los reincidentes habituales, vigentes hasta estos días.

Leyes como "tres golpes y estás fuera", que no deja al juez otra opción que condenar a cadena perpetua a quien ha cometido tres delitos, aunque no sean violentos, existan atenuantes o se deriven solo de la posesión, consumo o el tráfico de drogas. "Estas leyes arrebatan al juez la potestad de tener en consideración circunstancias individuales del delito", explica Kara Dansky, consejera legal de la ACLU. Todo el poder recae en el fiscal, que decide si el crimen acarrea o no una pena mínima.

CULPABLES Para evitar estas sentencias extremas, muchos detenidos acaban declarándose culpables en la negociación con la fiscalía a cambio de un castigo algo menor, incluso cuando son inocentes. "Estas sentencias mínimas son una absoluta perversión de la justicia", dice Dansky. Debido a estas leyes, la población carcelaria de EEUU ha crecido el 800% desde los años 70.

Ningún otro país del mundo encarcela a tantos de sus ciudadanos. Actualmente hay 2,3 millones de personas entre rejas, más de la mitad por drogas. Y aunque las leyes son neutras, su aplicación es claramente discriminatoria. Exuda el mismo racismo que ha permeado la historia del país desde su fundación. El 65% de todos los condenados a perpetua por delitos no violentos y sin derecho a la condicional son negros, frente al 18% de blancos y el 16% de latinos, según datos de la ACLU. Todo ello a pesar de que las tres comunidades consumen y venden droga en porcentajes similares.

La discriminación racial está presente en todos los estadios de la justicia, según el Sentening Project, organización que trabaja con el Congreso para reformar el código penal. "Empieza con la policía, a la hora de elegir qué barrios se vigilan y a quiénes se cachea, y acaba en la disparidad de las sentencias para unos mismos delitos", afirma Jeremy Haile, abogado del Sentencing Project. Las leyes respecto al crack son un buen ejemplo de esa desigualdad. La sentencia mínima