El abogado Myles Jackman, bastante desconocido en España pero inevitablemente popular en el Reino Unido por su defensa de la obscenidad como una libertad de expresión más, tuvo una alocución pública realmente brillante hace cinco años, hasta churchiliana se podría añadir, a la vista de que el Parlamento británico, por decirlo suave, pretendía poner límites a la creatividad en el cine pornográfico. Dijo: «La pornografía es el canario en la mina de la libertad de expresión. Es la primera libertad en morir». Sin ánimo de superar tan notable comparación, podría decirse que los elefantes son el canario con trompa de las sociedades rotas por las crisis políticas y económicas profundas, no digamos ya por las guerras.

Ha muerto Gira, la elefanta venezolana del zoo de Bararida, si no de hambre, si de muy mal comer, como Ruperta hace un año en el mismo país, otro paquidermo icónico y desgraciado, al que parece que se llevó por delante una imprudente dieta a base solo de calabaza, un laxante natural de aúpa. De la situación en los zoos venezolanos se habla poco, lo cual es lógico con la que está cayendo; las personas, primero, salvo si se interpreta que los elefantes son la punta de un iceberg. Bajo la línea de flotación se esconden, parece, sacrificios furtivos de animales por parte de vecinos y trabajadores para llenar la nevera y hasta casos de santería.

Este relato no contiene nombres y apellidos por expresa petición de las fuentes informantes, en su mayor parte biólogos, veterinarios y empleados de la red de parques zoológicos de Venezuela. No están para ser gacelas de una cacería represora. A todos ellos, gracias de antemano. Llega, además, con retraso. Gira, la última elefanta en morir, tras nueve días de sospechoso ayuno, resopló por su trompa por última vez el pasado 28 de febrero, pero desde entonces los cortes en el suministro eléctrico en el país dificultaron enormemente las comunicaciones. No era posible ni cargar los teléfonos móviles, se excusó una de las fuentes consultadas, muy sensata, por cierto. Invitó a no creer con candidez todo cuanto se cuenta en la prensa venezolana, como que en el país se comen ya hasta los jaguares, pero reconoció que recientemente apareció en mitad de una calle la cabeza aún tierna de un ejemplar de esta especie. Solo la cabeza. ¿Nevera o rituales? «Desde que empezaron a llegar cubanos a Venezuela, se disparó la santería», dice una de estas fuentes. Es más, recuerda que mientras trabajó en un zoológico del país venía a menudo al parque gente extraña en busca de colmillos, pelo o incluso tarros de orina de felinos con propósitos mágicos.

En Zulia, dio pena por la mañana descubrir un tapir fileteado dentro de su propia jaula. Los animales de granja, claro, fueron de los primeros en caer: cerdos vietnamitas, cabras, gallinas… Después, cualquier herbívoro pasó potencialmente a ser apto como menú de los carnívoros. Vamos, el pandemonio en el arca de Noé. Una de las fuentes consultadas desea contextualizar tan chacinera descripción. El problema, dice, viene de lejos. Hace años que el chavismo ha puesto al frente de los zoos a funcionarios arribistas pésimamente cualificados. O sea, que a la escasez general hay que sumar en el caso de los zoos una negligente gestión de los parques, que se mide por el número de costillas que se les pueden contar a los mamíferos en exhibición.

Pero los elefantes, a saber por qué, son un caso especial. En Barcelona se recuerda de vez en cuando, por su simbolismo, el caso de Júlia, la elefanta que en 1915 el sultán en el exilio Muley Hafid regaló a la ciudad en agradecimiento por la vida de despiporre que encontró aquí, lejos de su Marruecos natal. Él se instaló brevemente en un casoplón del paseo de la Bonanova, y Júlia, en el parque de la Ciutadella, donde murió en 1938, según el bando republicano como una valiente miliciana, víctima de los bombardeos, y según la versión más aceptada, de hambre. Como una Gira o una Ruperta. La trayectoria de su sucesora en el trono, Perla, fue también representativa de cómo los elefantes son un termómetro de la historia. Le pilló la segunda guerra mundial en Hamburgo. En 1944, cuando el alto mando nazi se buscaba ya una segunda vida en América, a Perla le buscaron un nuevo hogar en Barcelona. El franquismo y el nazismo unidos por una trompa. Gira y Ruperta se merecen formar parte de las crónicas elefantinas, un relato con 2.800 años que merece la pena telegrafiar.

Los primeros elefantes cautivos de los que se tiene constancia fueron propiedad del rey asirio Asurnasirpal II. Alejandro Magno los introdujo en la cultura occidental, pero Roma solo supo de ellos cuando por primera vez se enfrentó a la tropas de Pirro, en el siglo II antes de Cristo. Como arma de guerra dejaba mucho que desear, pero para los romanos aquella colosal bestia era estupenda para su concepto de circo. Enfrentaban en la arena a elefantes contra toros. Nerón creía que un buen espectáculo de circo no merecía ese calificativo si no terminaba con una lucha entre un gladiador y un elefante.

OBSEQUIO PARA REYES Y PAPAS / El cristianismo arrasó tanto con la cultura clásica que los elefantes, en los inicios de la alta edad media, pasó a ser una bestia legendaria como un basilisco, hasta que a Carlomagno le regaló uno el califa de Bagdad. Eso fue en el año 797. Comenzó una era en la que el elefante era un obsequio para las grandes ocasiones. Enrique III recibió uno de parte del rey de Francia. El papa León X tuvo el suyo como detalle del rey de Portugal. En Versalles, también, y por cierto, aficionado al vino.

La cuestión es que, por la parte que toca a Gira y Ruperta, el primer elefante que llegó a América lo hizo en 1796. Fue el inicio de una dinastía a menudo desgraciada. Ahí está Topsy, la elefanta que Thomas Edison electrocutó para demostrar que la corriente continua era insuperable como método de ejecución. Pero no tiene rival el elefante más famoso de todos los tiempos, Jumbo (1860-1885), sobre cuyas espaldas se montaron niños como Winston Churchill y Theodore Roosevelt. Jumbo, como vocablo que tanto sirve para definir un avión como un preservativo de talla extra, tiene su origen en aquel elefante que murió atropellado por un tren en Ontario. No fue un final honorable. Tampoco el de Ruperta y el Gira, esta última, según el parte médico, por una bronconeumonía abscedada bilateral y hemorragia cardíaca. No consta que terminaran, como se sugiere a veces de Júlia, en un puchero.